OCULUM
SIN COMPLEJOS
Que
a estas alturas de la historia tengamos que oír hablar de la independencia de
Andalucía es mal asunto porque la polémica no está en la sociedad andaluza, ha
sido inventada por políticos profesionales que han de mover las aguas para
seguir capitaneando (y manipulando) el barco, barco que navegaría mejor si algunos de estos
capitanes se jubilaran y dejaran el timón en otras manos, quizás más
inexpertas, pero, por supuesto, mucho más limpias y sin prejuicios añadidos.
No pretendo hacer aquí un recuento de los logros y
fracasos políticos de nuestra tierra a lo largo del tiempo pero, dada la
cercanía en fecha del Día de Andalucía, me permito traer a la palestra el tema
de la modalidad lingüística andaluza que, por otra parte, es de lo que únicamente
puedo hablar con algún conocimiento de causa, solo alguno. Grosso modo apuntaré que el andaluz es dialecto y no lengua porque sería
necesario que poseyera un sistema léxico, morfológico y sintáctico distinto al
castellano y no es el caso; el andaluz se distingue del castellano solamente en
el plano fonético, de pronunciación, y, por tanto, entra en la categoría de dialecto.
Estudios recientes determinaron que
sería más adecuado denominar al conjunto de variedades del andaluz como “hablas
andaluzas” haciéndose notar las diversidad interna que constituye nuestro mapa
lingüístico pues, aunque ambos sean
andaluces, no pronuncia igual un jiennense que un onubense, por
ejemplo. Así, no tiene sentido extender
la idea de “escribir en andaluz” pues solo se basan en el aspecto fonético
olvidando los demás. Existen plataformas en pro de una escritura andaluza,
iniciativa que carece de todo rigor científico, aunque con muchos seguidores
entre los que se cuenta algún que otro lingüista reconocido.
Hablar andaluz no es pronunciar mal,
no nos comemos ninguna letra, como popularmente se cree (y nos han hecho creer).
Nuestra forma de pronunciar se remonta
al siglo XVI y posteriores, cuando se dio una remodelación de las sibilantes en
castellano, una evolución que el castellano no llegó a realizar o, al menos,
paralizó en parte. La z y -s- intervocálica se ensordecieron y
quedaron reducidas en la pronunciación sevillana a una sibilante única, de
articulación diferente a la de s y z
castellanas. Esto constituye la base del seseo y ceceo que se propagaron por
Andalucía; el seseo, menos vulgar, se extendió más por Canarias y América. Así,
el habla andaluza tiene reglas fonéticas claras: ceceo /meza*/, seseo
/sine*/, yeísmo /Seviya*/, aspiración de -s final de sílaba o de
palabra /loh pahtoh*/, aspiración y
desaparición de -d- intervocálicas /estudiao*/, relajación de j /fiho*/, aspiración
de consonantes finales /andalú*/… son rasgos de andaluz culto; otros fenómenos como la confusión
de r/ l en palabras como /arcarde*/ pertenecen
a un registro coloquial o familiar. Otras características como la pronunciación fricativa de ch
/mushasho*/, llegando a sonar como la ch francesa o la sh inglesa (de uso
general en algunas zonas gaditanas, por ejemplo) o la aspiración de la h procedente de f inicial latina /jarto*/ son
propias del andaluz vulgar y, por tanto, deben evitarse.
Tradicionalmente,
los personajes andaluces han servido en el cine y el teatro para representar
papeles de criados, pícaros y vagos, pero, sobre todo, graciosos y
dicharacheros porque siempre parecen haber ido unidos el origen andaluz con un
desparpajo sin igual (no sé cómo nací yo
aquí). Por supuesto, esta imagen del andaluz allende Despeñaperros ha venido
determinada por la falta de recursos económicos que tradicionalmente nos ha
caracterizado y la necesidad de emigrar a otras zonas de España. Si hubiésemos
sido económicamente fuertes, otro gallo nos hubiera cantado.
Igualmente,
nuestra forma de hablar ha caminado en paralelo a esta idea por lo que fuera de
nuestra tierra se ha creído siempre que hablamos mal (pero, ¡qué graciosos
somos!) y, lo que es peor, aquí , en Andalucía, es común pensar que los demás
hablan mejor que nosotros (hablan fino). Este complejo sociocultural, muy extendido
incluso entre personas cultas, hace mucho daño y, como docente, encuentro gran
resistencia por parte del alumnado a aceptar que el ceceo o el yeísmo son
formas cultas pero no aquellas pronunciaciones que exceden la norma, nuestra
norma, como, ámonos*, agüelo*, abujero*…
y tantas otras que conforman la tribu de los vulgarismos. Muy extendido entre
los jóvenes es el “heheo” (aspiración del sonido s inicial e intervocálico)
cuando se dice, por ejemplo, plahita*.
El problema es que, cuando les corrijo, me dicen: “Es que yo hablo andaluz”.
No, eso no es andaluz, eso es hablar de forma vulgar, con vulgarismos. Pero
también otras zonas de España cometen vulgarismos, no vayamos a creer que es
patrimonio nuestro (el laísmo y la pronunciación de –d final como z /Madriz*/, por
ejemplo).
Es
verdad que la lengua es un ente vivo y los hablantes son quienes llevan a cabo
estos cambios evolutivos. Los lingüistas deben atenerse a constatar dicha evolución a lo largo del
tiempo pero también han de recordar sincrónicamente las normas que rigen en ese
momento lingüístico. Si alzamos a categoría de palabras al uso lo que solo son
vulgarismos, mal nos va. Y el problema se agudiza cuando no hacemos nada por
cambiar esta situación; las nuevas generaciones, a pesar de estar mejor
preparadas y tener acceso al texto escrito, siguen cometiendo los mismos
vulgarismos que antaño escudándose en que “hablan andaluz”. Es como si esa
circunstancia les permitiese hablar sin reglas.
Hace
muchos años, siendo estudiante de Filología Hispánica, publiqué (junto a Mª
Cesárea Hernández y Mª Carmen Sevilla) un libro que se llama El habla actual de Lora del Río y en
este estudio, basado en entrevistas con hablantes loreños, llegamos a varias
conclusiones como que en Lora se había producido una mezcla de hablantes
procedentes de otras zonas atraídos por el sistema de regadíos, constituyéndose
como zona de paso; que la mujer loreña es mucho más innovadora,
lingüísticamente, que el hombre; que la
capital (Sevilla) ejercía una gran influencia en el prestigio sociolingüístico
del hablante ( el seseo mejor considerado que el ceceo)… Y muchos más aspectos
para cuyo tratamiento no dispongo de espacio. Más tarde, he llevado a cabo
estudios sobre expresiones propias de nuestro pueblo, aclarando siempre que
pueden ser extensibles a otras zonas, y surgieron palabras como “garza”,
“chavalines”… y expresiones tales como “tienes más hambre que los perros de
Patilla”, “está más visto que el Levi en la Roda”, que fueron explicadas en su
momento y que pueden leerse en mi blog “Aprender de aprender”. También publiqué
artículos sobre el habla de los jóvenes loreños y del léxico agrario en la Revista de Feria.
Por
ahí es por donde debe analizarse (y estudiosos vendrán que lo mejorarán, sin
duda) el habla de Lora: palabras y dichos con un sentido especial en nuestro
pueblo y que solo las entienden así los oriundos, muchos de los cuales ignoran
el origen de tal expresión pero participan de su significado por el uso
lingüístico popular. Pero, de ahí a creer que palabras mal pronunciadas, los
llamados vulgarismos, son propias de nuestro pueblo, va un abismo. Si lo hacemos
así, estamos asentando y aceptando palabras mal pronunciadas como autóctonas
loreñas cuando debiéramos luchar para desterrarlas y elevar el nivel
lingüístico. Decir gabina* (por cabina) no es una forma de hablar en Lora, sino
sencilla y llanamente un vulgarismo.
Repito,
el andaluz tiene reglas y son reglas fonéticas claras y no puede servir como licencia para extender vulgarismos. Esforcémonos
en mejorar, no en retroceder. Me remito al artículo que escribí aquí llamado
“El triunfo de la vulgaridad”.