martes, 1 de mayo de 2012

MUNDO FEMENINO EN LA POSGUERRA DE LORA DEL RÍO

En una época en la que reivindicamos un trato igualitario, justo y respetuoso para con las mujeres, y en la que, desgraciadamente, asistimos con demasiada frecuencia  a casos de maltrato, queremos hacer un humilde homenaje a la población femenina que vivió en nuestro pueblo en unos años duros de posguerra. Para ello, contamos con el testimonio de tres mujeres que nos ayudarán a rememorar unos modos de vida ya pasados, que entrañan una filosofía y una rutina diaria placentera pero, a la vez, de lucha permanente, de subsistencia física y moral. 


Nuestras informantes son Dolores López Rojas y las hermanas Obdulia Soler Florindo y Rosario Soler Florindo, todas nacidas en Lora del Río antes de 1930 aunque sus fechas de nacimiento se diferencien 5 ó 6 años. De las conversaciones mantenidas con ellas extraeremos vivencias ya olvidadas que nos ayudarán a comprender por qué nuestras abuelas pueden escandalizarse al ver los modos de vida actuales: leyendo estas páginas observaremos cuán distintos son ambos mundos y qué esfuerzo deben realizar mujeres educadas en una sociedad totalmente distinta para adaptarse a la vida de hoy.

             Para estructurar nuestro artículo, lo dividiremos en apartados, a modo de facetas de la vida, en los que se irán intercalando las distintas vivencias narradas por nuestras protagonistas pues, aunque tengan experiencias comunes, no son idénticas.

 INFANCIA

                        Casualmente, la profesión de los padres de nuestras tres mujeres era la misma: arriero. La madre de Dolores tenía una carbonería y la madre de Obdulia y Rosario era ama de casa, aunque trabajó en el campo, codo con codo, con su marido  para sacar adelante a su familia.
            Dolores nació en El Llano, donde sigue viviendo. Su hermana, ocho años mayor, era la que la arreglaba todas las mañanas para ir al colegio porque su madre tenía que ocuparse del negocio. Sabe leer y escribir perfectamente y recuerda que su última maestra fue Dña. Cecilia. Su etapa escolar terminó en 1936 con el inicio de la guerra porque, ante las dificultades económicas, tuvo que ponerse a trabajar para traer un sueldo a casa.
            Las hermanas Obdulia y Rosario vivían en Santa Catalina y fueron al colegio de Dña. Pura aunque Obdulia recuerda que a ella quien le dio clase fue Dña. Mª Luisa. Allí aprendían a leer, escribir, matemáticas básicas y algo de labores. Rosario recuerda de Dña. Pura era muy exigente y que pegaba a las niñas cuando no respondían correctamente a las preguntas formuladas por ella. Esto hacía que las alumnas estuviesen en permanente tensión para no provocar la ira de la maestra. Debían ir todos los domingos a misa sin faltar ninguno porque el lunes tenían que rendir cuentas en el colegio de la lectura del Evangelio que habían escuchado. Ella nos confiesa que, aunque estuviera enferma, procuraba no faltar a misa para no sufrir las represalias. A pesar de todo, Rosario habla de Dña. Pura con verdadera devoción y respeto.
            La rutina diaria de estas niñas era ir al colegio y jugar con las amigas a la tángana, la comba, el diábolo… Pasaban mucho tiempo en la calle, sin temor, pues todos se conocían y era difícil que les acechara algún peligro. Rosario nos cuenta algunas “gamberradas” como llamar a las puertas de casas señoriales y salir corriendo dejando atrás las voces de la criada que había acudido a abrir.  A pesar de las estrecheces de la época, todas rememoran esta estapa como feliz y apacible.

            La ropa que usaban se la hacían en casa: un babero (vestido ligero, sin adornos que era de quita y pon por razones obvias), camiseta, refajo (prenda de canutillo con tirantas), zagalejo (especie de combinación pero de punto que se usaba por encima de la ropa interior y debajo del vestido), bragas, calcetines  y zapatos o botas en el invierno, o alpargatas en verano. Dolores recuerda aún el vestido que le hicieron para su Primera Comunión, de tela blanca con cordoncillo.


 TRABAJO FUERA DE CASA
            A los 13 años, en plena guerra civil, Dolores tuvo que abandonar la escuela y colocarse como criada para ayudar a su familia compuesta por los padres y cinco hijos. Le pagaban dos duros al mes y no le daban muy bien de comer pues ella recuerda una sopa hecha con agua y huevo que no tenía buen sabor. Terminaba el trabajo a las doce de la noche y nos dice que pasaba mucho miedo porque tenía que atravesar a esas horas la estación donde había campamentos de soldados italianos y españoles. Dejó esa casa y se fue a otra donde le pagaban cinco duros al mes. Dolores nos cuenta que en esa casa se contagió de sarna (afección cutánea contagiosa provocada por un ácaro o arador, que excava túneles bajo la piel, produciendo enrojecimiento y un intenso prurito) y tenía que lavarse en un lebrillo (vasija de barro vidriado más ancha por el borde que por el fondo) todos los días y liarse por la noche en una sábana hasta que consiguió vencer la enfermedad.
Algunas mujeres trabajaban recogiendo aceituna pero en aquellos años no existían guarderías para dejar a los niños por lo que era frecuente contratar a una niña algo mayor y llevársela al campo  para que le cuidara a los pequeños mientras duraba la faena agrícola y, terminada ésta, volvían todos al pueblo.
            Obdulia y Rosario habían cambiado de residencia y vivían ahora en El Barrio el Pozo junto con sus padres, Juan Antonio y Remedios, y sus dos hermanos, Juan y Pedro. Pero sólo residían aquí en invierno porque en verano se iban todos al campo para trabajar y ayudar en las labores agrícolas. Obdulia nos dice que hacía las mismas faenas que un hombre: cogía la legona y quitaba las hierbas, entresacaba la remolacha o el maíz… incluso iba con un cántaro a coger agua para darle de beber a la cuadrilla. Rosario, al ser más pequeña, realizaba otros trabajos como ayudarle a su padre a sacar las sandías y melones y colocarlos en los surcos para que fuesen cargados a lomos de un animal. Pero también tenía tiempo de jugar con las niñas de los alrededores. Dice que su padre la ponía a vigilar, por ejemplo, el campo de habas para que nadie las cogiera pues estaba al lado de un camino pero que no servía para nada porque la gente se llevaba cuantas habas quería a pesar de que ella les gritaba para que no lo hiciera.
            Cuando vivían en Lora, Obdulia trabajaba cosiendo en casa de una modista donde quitaba hilvanes, sobrehilaba y, poco a poco, aprendía a hacer vestidos. No cobraba, el pago consistía en hacerse de balde el vestido de feria. Rosario, por su parte, se cansó de coser con modistas que no le pagaban y se fue a una sastrería donde a las dos semanas ya cobraba algo. Allí  trabajaban muchas chicas pero entre ellas existían categorías pues, lógicamente,  las veteranas realizaban labores que las novatas no sabían hacer. Ella recuerda que hacía muchos falsos, mangas y picaba solapas y cuellos. A veces, sin que el maestro se diese cuenta, su amiga María le pasaba calzonas (pantalones cortos) y ella se lo agradecía mucho porque se sentía, así, más importante y perteneciente al grupo de las mayores.

TRABAJO EN CASA
            Las labores de casa no eran muy distintas de las actuales aunque sí difiere la forma de hacerlas.
            Por la mañana, hacían las camas (las sábanas las hacían en casa y compraban la tela en Hytasa), limpiaban el polvo, limpiaban el suelo, regaban las flores, barrían el patio, el corral y la puerta de la calle. Para barrer dentro de la casa se utilizaba una escoba de mango de caña corto y un cogedor de madera (especie de cajón para recoger la basura) con un mango también corto por lo que la mujer adoptaba una postura realmente incómoda, inclinada hacia delante, para poder limpiar el suelo e ir recogiendo la basura. Para barrer zonas más amplias, como el corral o el patio, se utilizaba un escobón con mango de caña largo.
            Para el suelo se utilizaba una aljofifa hecha de yute (tela de saco) pero lo hacían de rodillas pues lo limpiaban a mano. Los suelos de la casa de las hermanas Soler eran en un principio de ladrillo aunque más tarde su padre lo puso con losetas. Los patios y corrales eran de tierra con lo que su limpieza era complicada y, más tarde, de cemento. Las aceras tenían chinos y las calles eran de piedra. Por supuesto, nos recuerda Obdulia, cada vecino tenía que limpiar su parte de acera y de calle si quería que estuviera limpia. Algunas casas tenían un postigo (puerta falsa trasera) por donde entraban las bestias pero, si no existía, entraban atravesando toda la casa, con la suciedad que ello suponía.
            Dolores recuerda que para lavar la ropa blanca utilizaba polvos de guano y la dejaba en remojo. Luego, se le daba otro ojo (mano que se da a la ropa con el jabón cuando se lava), se enjuagaba y se le echaba añil para que azuleara. Las planchas eran de hierro y se calentaban en el carbón aunque a las de los sastres, al ser profesionales, se les echaba la candela dentro.
            La cal para blanquear las paredes la compraban a los hombres de La Puebla que la traían en burros. La vendían por medios (medida de madera cuadrada) y cada una compraba los que necesitaba. Esta cal, en terrones, la metían en una tinaja y le echaban agua hasta que hervía y se deshacía. Después, ya se podía utilizar en la limpieza de paredes valiéndose de una escobilla de palma hilada.
            Para calentarse en invierno se encendía la copa: se compraba el cisco (carbón vegetal menudo) y se echaba en un recipiente llamado copa (brasero que tiene la forma de copa y se hace de azófar, cobre, barro o plata con dos asas para llevarlo de una parte a otra). Se encendía con un papel y se soplaba con un soplillo de palma de pleita  (esparto trenzado en varios ramales) hasta que prendiera. Cuando dejaba de calentar, se movía con la badila (paleta de hierro o de otro metal) para reavivar las ascuas. Se le podía echar alhucema o incienso y, así, servía de ambientador. Si se colocaba ropa encima usando la alambrera (cobertera de red de alambre, generalmente en forma de campana, que por precaución se pone sobre los braseros encendidos) quedaba impregnada de ese olor y era un placer para los chiquillos vestirse, después del baño, con la camiseta calentita y oliendo tan bien.
            En casa no había tiempo libre porque se usaba, por ejemplo, para coser. Prácticamente toda la ropa se hacía a mano (sujetadores, bragas, sábanas…), incluso la de los hombres (calzoncillos, chaquetas y pantalones de patén, camisetas…).

COMIDA
            Recordemos que los tiempos eran muy duros. Había gente que recogía la carbonilla de los trenes y la utilizaban para guisar. “Ya ha cagao el tren”, decían. Lo normal era que se utilizara carbón que se compraba por sacos. En las cocinas estaba la hornilla que era un hueco hecho en el macizo de los hogares, con una rejuela horizontal en medio de la altura para sostener la lumbre y dejar caer la ceniza, y un respiradero inferior para dar entrada al aire. También existía separada del hogar. La hornilla se llenaba de carbón, se echaba aire con el soplillo y se ponían los recipientes de cocina encima. Lógicamente, quedaban impregnados de tizne (humo que se pega a las sartenes, peroles y otras vasijas que han estado a la lumbre) pero se fregaban con estropajo de esparto y arenilla (arena muy fina) y quedaban relucientes.
            Dicen, y es verdad, que cada casa es un mundo. Por eso, nuestras colaboradoras tenían costumbres distintas a la hora de comer aunque, como veremos, la base es la misma. Dolores nos cuenta que en su casa se desayunaba café de cebada de malta, y  pan. Para poder coger pan de maíz, se tenían que poner en la cola de la panadería de madrugada. Para almorzar, comían arroz, guiso de papas con colas de bacalao, montoncitos (despojo de la vaca, riñones, asadura…). Cenaban temprano, a las siete de la tarde y siempre cocido. Se acostaban temprano. La luz venía a las ocho de la tarde y duraba hasta la mañana siguiente. Durante el día no había.
            Nos cuenta Dolores que las estraperlistas (personas que practican el estraperlo o comercio ilegal) traían comida en un tren al que llamaban “Miguel Ligero” por la marcha tan lenta que traía.
            En casa de Obdulia y Rosario se hacía matanza periódicamente y los productos obtenidos servían de base para alimentar a la familia. Cuando estaban en el campo, solían desayunar migas. A mediodía comían siempre cocido y por la noche tortilla de papas, papas fritas, gazpacho, chorizo… No eran muy dados a los dulces pero en fechas señaladas llamaban a un pastelero para que fuese a hacerles galletas y en navidad iba una mujer a hacerles pestiños. Sí les gustaba tener  “pequeñas chucherías” en el soberado (especie de desván en la parte alta de la casa, inmediatamente debajo del tejado) pues allí guardaban bacalao colgado de las vigas y en una mesa grande ponían los seretes (canastos redondo de esparto) de higo, de dátiles, chocolate… De ellos daba buena cuenta Rosario, que bajaba constantemente con las manos  y los bolsillos llenos.

HIGIENE Y ACICALAMIENTO

            Diariamente se lavaban las partes del cuerpo que despiden peor olor pero el baño lo tomaban unas dos veces por semana. Calentaban agua en la hornilla y, mezclada con alguna fría, la echaban en un baño grande con pastillas de Heno de Pravia. El pelo se lavaba con jabón verde y lo enjuagaban con vinagre aguado para que tuviera brillo.
            Toda la ropa se lavaba a mano y la  que se traía después de trabajar en el campo, era especialmente difícil de limpiar.
            Normalmente, los sábados por la mañana, cuando se lavaban el pelo, se ponían los bigudíes (lámina pequeña de plomo, larga y estrecha, forrada de piel, de tela u otro material) y por la tarde, a la hora de salir, se los quitaban y el pelo quedaba rizado. A la peluquería sólo se iba para hacerse un corte de pelo.
            En casa se fabricaban también los paños higiénicos (los llamados pañitos) para las chicas. Se utilizaba muletón (tela gruesa, suave y afelpada, de algodón o lana) y, a veces se les ponía cuatro cintas para amarrárselos a la cintura y colocar encima las bragas.       
            Se acicalaban la cara con polvos que compraban en las droguerías y que volcaban en polveras. Eran polvos sueltos de la marca Madera de Oriente que venían en cajas de cartón.  También se pintaban los ojos, e incluso hablan de rimmel y  del rizador de pestañas.

FIESTAS Y CORTEJO

            Las fiestas eran escasas: la Feria, el día de la Virgen, Semana Santa y el día de Santiago. Sólo en esas fechas señaladas se iba al cine.  La fiesta que más se vivía era la Feria. En casa de Odón  compraban la tela para el vestido, el único de vestir que se hacían en el año porque los demás eran baberos de diario. También se compraban zapatos que, si eran blancos se teñían de negro o marrón para el invierno. Eran tres días de feria. El primer día no se estrenaba ropa sino que se apañaban con un vestidito anterior; el segundo día era cuando se colocaban el nuevo y, en el tercero, se repetía vestido.
            El resto del año, los sábados por la noche se iba al paseo que consistía en lo siguiente: las chicas se cogían del brazo y paseaban en grupos de tres o cuatro y los chicos se arrimaban a ellas. Por supuesto, se acercaban a las que iban en los extremos y, si la que le interesaba estaba en el centro, le pedía que cambiara de sitio para poder pasear y darle conversación. Ellas quizás lo consentían alguna vez pero no con frecuencia porque pasearse varias veces con el mismo significaba algún tipo de compromiso y había que guardar las formas. Este paseo transcurría, según Dolores y Obdulia, dando un rodeo por las calles llamadas actualmente Blas Infante, Pablo Picaso, El Cristo, Roda de Enmedio y vuelta a empezar. Rosario dice que en su época (cinco o seis años después) sólo se paseaba por la calle Blas Infante y algunos grupos se subían a la Plaza Nueva.
            Los domingos por la tarde, después de almorzar,  se trasladaban a la carretera vieja de Alcolea y, cuando el sol se ponía, se iban a la estación para ver llegar un tren  que llamaban “el carreta” (aproximadamente a las ocho y media de la tarde) y después vuelta a casa y esperar hasta la siguiente semana. Esta costumbre hubo que prohibirla con el tiempo ya que llegó a ser peligrosa por la aglomeración de gente al paso del tren.
            Nunca salía sola una pareja de novios, siempre llevaba a alguna amiga o pariente, incluso al cine había que llevar compañía. Era costumbre ponerse en la puerta de la novia a hablar pero siempre bajo la atenta mirada de la madre que guardaba por la honradez de la hija. Era lo que se llamaba “pelar la pava”. Nos cuenta Obdulia que su novio solía llegar sobre las siete de la tarde y que a las ocho u ocho y media su madre, desde dentro de la casa,  hacía sonar la badila de la copa de forma más continuada y sonora para que quedara patente que ya era hora de recogerse.
MATRIMONIO
            En primer lugar, para acordar fechas y demás asuntos, se celebraba una reunión de los padres del novio y de la novia. En los dichos (declaración de la voluntad de los contrayentes cuando el cura los examina para contraer matrimonio), el cura hablaba por separado con los novios y les preguntaba qué tiempo hacía que se hablaban (noviazgo) y si habían pecado.
            La novia había estado preparando el ajuar durante mucho tiempo. Ella misma había hecho las sábanas bordadas, las toallas y  su ropa; también, junto con su madre, se había preocupado de hacer acopio de enseres del hogar: platos, sartenes, servilletas, hules, cubiertos, cacerolas, mantas…
            La boda era sencilla: se iba a la iglesia, se casaban y volvían a la casa (generalmente de la novia) para tomar chocolate, bizcocho, una copa de aguardiente o de coñac. El traje de las novias podía ser blanco o de cualquier otro color, incluso azul o negro, y el novio vestía traje de chaqueta. Los invitados se reducían a familiares directos y amigos muy cercanos. Como regalos de boda podían recibir objetos para la casa (platos, fuentes, jarros…) o  adornos como una muñeca que llamaban de la primera camisa y era para colocarla en la cómoda (mueble con tablero de mesa y tres o cuatro cajones que ocupan todo el frente y sirven para guardar ropa). También era frecuente obsequiar a los novios con un recipiente adornado con realces que servía para proteger el vaso con agua de la mesilla de noche y al que llamaban bebe, o un mariposero que era utilizado para poner las mariposas (pequeña mecha afirmada en un disco flotante y que, encendida en su recipiente con aceite, se ponía por devoción ante una imagen o se usaba para tener luz de noche).
El viaje de novios, si lo había, no duraba mucho pero sí lo suficiente como para quitarse de aquí unos días y aclimatarse a su nuevo estado: marido y mujer. Dolores estuvo en Sevilla tres días en una pensión. Todavía se acuerda de que fue al cine en la plaza de Jáuregui para ver Juana de Arco. Rosario fue a Cádiz donde vio por primera vez el mar y Obdulia  estuvo durante toda la  Semana Santa en Sevilla donde alquilaron sillas en La Campana (lástima que cayeran  chuzos de puntas y se mojaran una y otra vez)
Recordemos que la mujer pasaba de ser dependiente de su padre a serlo de su marido. Necesitaba su permiso hasta para abrirse una cuenta en el banco. La mayoría de estas mujeres eran amas de casa que no tenían ingresos y  dependían totalmente del dinero que éste quisiera darle. La separación matrimonial no existía y las que se conocían eran muy criticadas. El hombre dominaba y la mujer sólo debía obedecer y callar. Si tocaba un buen marido, todo era perfecto y, si era malo, a aguantar. Con todo, repetimos, los tiempos eran difíciles y esto hacía que hombres y mujeres intentaran  ser todo lo felices que las circunstancias les permitían.
EMBARAZO Y PARTO
            No existía control de embarazo con lo que el proceso era natural cien por cien: si faltaba la regla era que se estaba embarazada y, más o menos, a los nueve meses, nacería el niño o niña porque tampoco había forma de conocer el sexo del bebé a no ser que, por la cara de la madre, por la forma del vientre o por alguna otra muestra de la sabiduría popular, se supiese con antelación. Por supuesto, si la madre tenía alguna patología durante el embarazo no se trataba por lo que, a veces, había sorpresas desagradables en este periodo como desmayos, abortos y demás problemas que puedan derivarse de la falta de control médico.
            Cuando llegaba la hora del parto, la mujer rompía la fuente y comenzaban los dolores; se llamaba a la matrona y se alumbraba en el domicilio particular de la parturienta. A veces, las mujeres permanecían con dolores de parto varios días en su casa esperando el nacimiento. La matrona pedía agua caliente para lavar a la madre y al niño y ayudaba  a la mujer a parir pero, si se presentaba algún problema, había que llamar al médico.
            Una vez en el mundo el neonato, su abuela u otros familiares lo bañaban y se ocupaban los primeros días de él hasta la total recuperación de la madre. Transcurridos estos tres o cuatro días, la vida continuaba y había que reincorporarse a las labores del hogar cuidando del  nuevo miembro. La ropa de los recién nacidos había sido confeccionada por su madre o abuelas y, recordemos, no había lavadora, con lo que todo se lavaba a mano y tampoco existía la secadora, a no ser que consideremos como tal la alambrera de la copa citada arriba. A los pequeños se les ponía una empapadera (tela de toalla), camisitas, batones, metedor (llamado también metidillo) y que era un paño de lienzo que solía ponerse debajo del pañal a los niños pequeños pero siempre teniendo en cuenta que aún no contaban con pañales impermeables como los actuales y había que cambiarlos muchas veces al día para que estuviesen limpios y sanos.
            Así,  con este último apartado, creemos poner fin a la  semblanza que quisimos establecer a modo de pequeña exposición de lo que fue la vida diaria de las mujeres que vivieron durante la posguerra en Lora del Río. Vaya para todas ellas nuestro agradecimiento y respeto.


Manuela Castillo Soler

Publicado en Revista de Feria de Lora del Río
APUNTES SOBRE EL LÉXICO EN LAS FAENAS AGRÍCOLAS DE LA POSGUERRA EN LORA DEL RÍO





            Las condiciones de vida de la posguerra en Lora no difieren mucho de las de cualquier zona española pero el repaso de las costumbres y faenas agrícolas que se realizaban  podrían llevarnos a la comparación con las actuales y, por supuesto, nos resultarían familiares todos los términos que se usaran en su exposición. Esto nos llevó a pensar que, tal vez, el recordarlas, en su totalidad o en parte, sirviesen de utilidad a algunas personas para rememorar el pasado (según su edad) y a otras, las más jóvenes, para valorar en su justa medida todo aquello que no conocieron.
              Para la elaboración de este artículo necesitábamos informantes que hubiesen vivido esta época en primera persona y que estuviesen dispuestos a compartir su experiencia. También tendrían que cumplir otro requisito: ser agricultores y haber vivido su infancia en el campo  pues queríamos centrarnos en el uso de términos agrarios y costumbres relacionadas con la vida rural. Con estas premisas, encontramos a tres personas a las que no les importó prestarnos su colaboración y que se convierten, así, en los verdaderos artífices del presente artículo por ser  protagonistas  y narradores, limitándose nuestro papel al de mero transcriptor: Salvador Álvarez Castro, Antonio León Aguilera y José Antonio Valenzuela Aranda.  Igualmente queremos agradecer a  Juan Manuel Rodríguez Paredes que nos permitiera fotografiar aperos de labranza del Bodegón El Caballo que nos han servido para ilustrar el artículo.


            En aras de la información para aquellos que no conocen las faenas agrícolas a las que nos referimos, iremos aclarando algunos términos según vayan apareciendo en la narración. Nos basaremos en el DRAE, siempre que sea posible, o nos limitaremos a dar la explicación que nos aporten nuestros informantes.

            Situémonos en los años entre 1940 y 1950 en los que las familias debían sobrevivir con poco y en los que el trabajo se ejercitaba desde la infancia. Eran tiempos muy duros pero, si la carga era compartida, era menor, por lo que los núcleos familiares se componían de varios matrimonios emparentados que vivían en chozos o en cortijos cercanos.
            Hasta los inviernos eran más crudos pues llovía desde los Santos hasta febrero e incluso, a veces, más. Con un invierno tan largo y sin poder realizar otras faenas agrícolas, se dedicaba el tiempo a volver estiércol, limpiar las cuadras, mancillar tabaco, varillar olivos...
-          volver estiércol: los gañanes (encargados de arar con la yunta de vacas o de mulos y que eran fijos en los cortijos)  removían el estiércol con una horca de hierro para que se pudriera y poder usarlo como abono para las tierras.
-          Mancillar tabaco: la cosecha de tabaco se recogía en verano y en el invierno, cuando llovía y había adquirido la suficiente humedad para que se reviniera, se convertía en  fardos y se mandaba a la fábrica.

            Los veranos eran calurosos y no olvidemos que no existían los frigoríficos ni el aire acondicionado. El agua, por ejemplo, se enfriaba  enterrando el recipiente en tierra y rodeado de pasto.
            A finales de mayo (había otra cosecha en septiembre) se recogían las patatas y esta labor se hacía con una azada , con el arado de palo tirado por una yunta de mulos o de vacas o el arado jabalí (tiene una vertedera que echa la tierra para ambos lados). Así se extraían de la tierra para, después, recogerlas y volcarlas en espuertas de goma.

      -    Azada: pala de hierro de forma cuadrada y cortante que se sujeta por un             mango.
     -    Yunta: el aparejado de dos mulos para tirar del carro, trillo, arado o arrastre.
     -    Arado: El arado está constituido por el timón (donde se engancha el  tiro por lo que tenía un ejero* con agujeros para meter la bija*) , dos rejas de hierro (que se hunden en la tierra para excavar los surcos) y la mancera (desde donde se gobierna).
     - *ejero y bija no han sido localizadas en el DRAE.


      Otros productos que se recolectaban eran el trigo, la cebada y la avena que se segaban a mano con la hoz, se gavillaban y se barcinaban con un carro y se llevaban a la era. Un dicho popular marca la fecha para extender la era: Hasta el día de S. Juan no pongas la era formal. La era tenía un lugar destinado para su ubicación, siempre el mismo, incluso se empedraba para que estuviese preparado de un año para otro. Previniendo  el grano de posibles ladrones, había quien dormía en la era y este hecho servía de aventura para los más jóvenes, había quienes lo aprovechaban para iniciarse en las relaciones prematrimoniales.          
       Si se mojaba la mies había que volverla para que no se naciera. Un truco para no tener que volverla consistía en colocarla hacia arriba y así, si llovía y se mojaba,  se oreaba sola. Más tarde se emparvaba y se trillaba con mulos o yeguas tirando de un trillo.

-          Havillar: hacer manojos.
-          Era: Espacio de tierra limpia y firme donde se trillan las mieses.
-          Hoz: Instrumento que sirve para segar mieses y hierbas, compuesto de una hoja acerada, curva, con dientes muy agudos y cortantes o con filo por la parte cóncava, afianzada en un mango de madera.
-          barcinar con el carro: coger las gavillas, echarlas en el carro y conducirlas a la era.
-          nacer: entallecer al aire libre.
-          emparvar: poner la  mies tendida en la era para trillarla.
-          trillo: tablón con cuchillas para quebrantar la mies tendida en la era. Realizado con tablas de madera, su anchura sobrepasaba poco el metro y la longitud los dos. Las tablas estaban unidas entre sí por tres travesaños, dos de ellos en los extremos anterior y posterior, el tercero se situaba en el punto donde la plataforma empezaba a levantarse ligeramente hacia arriba en forma de patín. La parte inferior estaba dotada con piedrecitas planas y cortantes blancas o translúcidas, incrustadas siguiendo líneas muy juntas a lo largo de toda la plataforma. En el centro del travesaño intermedio se alojaba un gancho donde se introducía la argolla que tenía en el centro un palo atravesado a modo de balancín. En los extremos del palo se aseguraban las trillaeras, especie de cuerdas largas que abrazaban pecho y omóplatos de las caballerías que tiraban del trillo.


            Una vez en la era, la mies se juntaba en formas de barras para  que los eristas la aventaran. Para esta labor se utilizaba el biérgol y la pala. Este aventado se repetía tres o más veces quedando el grano cada vez mas limpio y, por supuesto, buscando el momento más oportuno en que cambiaba el viento. Se cogía una palada de parva y se lanzaba en alto hacia adelante. El viento hacía que la paja fuera hacia un lado y el grano, al pesar más, caía en un montón un poco más adelante. Naturalmente esta separación  no era del todo perfecta, por lo que había que pasar a la fase de cribar el grano. Con la criba se cernía el grano y se obtenían los granzones que servían de pienso para el  ganado pues era frecuente contar con vacas suizas, mulos, yeguas y otros animales como conejos y gallinas. Al final se obtenían un montón de grano, otro de granzones y otro de paja.
-          *Erista: especialistas en aventar la mies (término no encontrado en el DRAE y recogido a través de nuestros informantes).
      -     Paja: La paja es el tallo seco de ciertas gramíneas, especialmente los cereales     llamados comúnmente de "caña" (trigo, avena, centeno, cebada, etcétera), una        vez cortado y desechado, después de haber separado el grano.
-          Biérgol: Instrumento para beldar, compuesto de un palo largo, de otro de unos 30 cm. de longitud, atravesado en uno de los extremos de aquel, y de cuatro o más fijos en el transversal, en forma de dientes.
-          Aventar la parva: lanzarla al aire en días de viento, para que éste empuje la paja a un lado mientras que el grano, que pesa más, cae en vertical.
-          Cribar: Pasar una semilla, un mineral u otra materia por la criba para separar las partes menudas de las gruesas.
-          Granzón: El grano que no queda limpio.

         Para saber la cuantía de la cosecha recolectada  se medían por fanegas, envase de madera rectangular,  que se llenaban de grano y se ponían a nivel con un rasero o radidor. Así se calculaba las fanegas de trigo que había dado la tierra. Más tarde se introducían en sacos o costales. En los costales cabían seis cuartillas, es decir, fanega y media, aunque esta medida es muy variable según las regiones.
Los costales se cargaban en caballerías para llevarlos hasta la casa. Allí eran cargados al hombro para almacenarlos.
-          Fanega: 1.Medida de capacidad para áridos que es muy variable según las         diversas regiones de España. Era una caja de madera rectangular y una           de sus partes terminaba en una especie de escuadra para poder cargar y           descargar mejor la mies.
                  2. Porción de granos, legumbres, semillas   y cosas semejantes                                         que cabe en esa medida.
                  Nota: En Lora del Río, una fanega, como extensión de tierra, mide 5.702                                   metros pero en pueblos de alrededor tiene otra medida (en                                        Peñaflor,  por ejemplo, mide 6.121 m.)
-          Rasero o radidor: Palo para rasar la medida de la fanega
-          Costales: sacos de tela de lienzo, estrechos y largos que se utilizaban casi                      exclusivamente para el transporte de grano.
            Con la paja se hacía almiares o pajares que consistían en amontonarla con forma piramidal cuyo techo terminaba en paja podrida para que no se mojara. Otros la metían en el soberado. Para llevarla hasta allí utilizaban sábanas grandes con cuatro nudos hechos en los extremos.

-          Almiar: Montón de paja o heno formado así para conservarlo todo el año.
-          Soberado: Desván, sobrado.

            Así llegábamos a agosto y en septiembre, con las nuevas aguas, comenzaba de nuevo el ciclo: labrar y preparar la tierra para sembrar. Al no existir abonos, era necesario dividir la tierra en partes dejando una de ellas descansar (dejarla vacía, en blanco, en barbecho...) y cultivar la otra.

-          Barbecho: tierra labrantía que no se siembra en uno o más años.

            El regadío llegó a Lora relativamente pronto. Sobre 1927 se implantó en el Valle Inferior del Guadalquivir, de Lora a Sevilla. El Canal del Genil inició su andadura aproximadamente en 1940 y el Bembézar, en 1968.
            Las formas usadas en el regadío fueron cambiando con los tiempos. En un principio, se regaba por tornas (se cogían tres o cuatro machos); después, por moriscas (muchos machos dando vueltas); más tarde llegaron las gomas, el periquito y ahora, el goteo.

-          Machos: Surcos que se construyen en el momento de la labranza de la tierra, siguiendo aproximadamente las curvas de nivel, cuidando que se tenga una pendiente uniforme El agua circula por el suelo y es un sistema de riego que exige mucha mano de obra.
-   Gomas: Tuberías de goma que se extendían por los surcos e iban distribuyendo    el agua mediante agujeros que dejaban salir el agua para  cada chorro.
-          Periquito: Consiste en un riego por aspersión mediante un mecanismo que esparce el agua por toda la superficie como si fueran gotas de lluvia.
-          Goteo: Se trata de canalizar el agua con pequeños tubos hasta el pie de cada planta y dejar caer una gota cada cierto tiempo hasta completar las necesidades de cada planta.


            En los años que nos ocupan el riego se hacía por turnos. La distribución se hacía por fanegas (cuatro horas por fanega). Cada treinta  fanegas daban un hilo de agua (20 ó 25 litros/segundo/Hectárea). Cuando terminaba este turno había que esperar hasta que tocara otra vez, a los 10 ó 15 días. Por supuesto, se pagaba un canon que permitía mantener la infraestructura necesaria para que a todos les llegara el agua.
            El sistema de regadío supuso un cambio en los productos cosechados. Tomaron auge el maíz o el algodón, que se recogía a mano, con una gran saca entre las piernas donde el recolector iba echando el algodón que se cogía de las matas. Cuando la llenaba la llevaba a que se la pesaran, pues el dueño de la tierra le pagaba por kilos, y la vaciaba en un remolque que, una vez lleno, era llevado a la factoría.
            Finalmente, debemos hablar de una figura importante de esta época, y familiar entre los agricultores, como era la del Rural. Era un Guarda Jurado al servicio de la Hermandad de Labradores. Debían ser hombres de buen criterio y prestigio entre sus gentes, que cuidaran como suyo lo que era de los demás y llevar a cabo una norma: NO CUANTO HAY EN EL CAMPO ES DE TODOS. Tenían como misión vigilar cotos, villas, fincas, parques y pequeñas áreas rurales. Iban por el campo cuidando de que todo funcionara bien. Los agricultores acudían a ellos ante un robo o problemas con el paso de ganado ajeno por sus fincas.  Los Rurales valoraban el daño causado y, si lo veían necesario, lo denunciaban.
            Hoy día, con la mecanización del campo, estas faenas agrícolas y las figuras humanas retratadas en este artículo han pasado a la historia. Nuestra intención ha sido refrescar la memoria de los que las  vivieron y acercar a los que, por edad, no llegaron a conocerlas.






Manuela Castillo Soler
Publicado en Revista de Feria de Lora del Río
APROXIMACIÓN A LAS COSTUMBRES Y FORMAS DE VIDA RURAL EN LORA DEL RÍO  EN LOS AÑOS SIGUIENTES A LA GUERRA CIVIL

           


Nos situamos en una época en la que todo escaseaba pero las gentes paliaban esta falta con imaginación, esfuerzo y ansias de superación. Salvador Álvarez, Antonio León y José Antonio Valenzuela nos relatan cómo pasaron su infancia y juventud en una Lora que se recuperaba de las heridas de guerra y se encaminaba a un futuro esperanzador aunque la mayor preocupación era la subsistencia diaria de toda la familia. Para ello no se escatimaba esfuerzo, el trabajo era muy duro, en condiciones a veces extremas pero, poco a poco, esta generación logró salvar los obstáculos  y comenzó a poner los cimientos que sirvieron para situar al país en el lugar  donde está hoy. Ellos fueron los primeros artífices y a ellos se lo debemos. Sirva este artículo como un humilde homenaje a estos hombres y mujeres que vivieron en la posguerra española, en una sociedad rural como la loreña, y que lucharon con todas sus fuerzas por un mundo mejor.
            Vivían en el campo, en chozos (construcción rústica pequeña hecha con palos entretejidos con cañas y cubierta de ramas) o en pequeñas casas diseminadas aunque no muy lejanas unas de otros, a veces formando grupos de familias emparentadas, y se ayudaban unos a los otros. Los padres debían procurar alimento para toda su prole y los hijos debían contribuir a la empobrecida economía familiar con su trabajo. Los niños venían a Lora en contadas ocasiones y los mayores acudían para temas relacionados con la compra de alimento o para el canje de productos como veremos en el desarrollo de este artículo que tiene como objetivo reflejar de forma general el modus vivendi de la población rural loreña desde los años cuarenta hasta los sesenta.
            Vamos a establecer varios bloques en los que se analizarán la cotidianidad así como lo excepcional de la vida rural. Nos centraremos en la población masculina fundamentalmente dejando para otra entrega  todo lo concerniente a la mujer y su entorno.

  1. ALIMENTACIÓN

      El desayuno consistía en tostadas, migas (de pan o de harina) o  leche migada con pan. En el almuerzo era usual el  guiso de arroz, las papas guisadas o fritas (con poco aceite pues no sobraba). La cena era siempre, salvo en ocasiones especiales,  la misma: la olla o cocido (con pella y tocino) que se ponía en un barreño del que comían todos.
      Como postre contaban con el queso de elaboración propia: se guardaba el cuajo (barriga) de los chivos que, al ser amamantados por su madre, servía para hacer leche. Parte de este cuajo se le echaba a la leche que se obtenía al ordeñar las vacas para que cuajara. De ahí salía el suero que los niños se bebían migado aunque, a veces, se lo daban a personas con escasísimos recursos que iban por los campos pidiendo algo para comer o servía de refuerzo alimenticio para los lechones. La leche cuajada se echaba en un molde de esparto y se lavaba con salmuera y se llevaba al cañizo para que escurriera. Ya teníamos un estupendo queso que, cuando estaba oreado, se metía en aceite y, conservado así, se aprovechaba durante todo el año.
      El huerto producía, entre otros productos,  pimientos y tomates que servían para la comida diaria pero, cuando la producción era mayor que el consumo, se echaban en botellas bien tapadas en cuyo cuello se vertía aceite para que no se estropearan y se guardaban en alacenas. 
       Para que las patatas se conservasen en buen estado, se echaban en el suelo y se cubrían de mastranzo (planta herbácea anual, de la familia de las Labiadas, con tallos erguidos, ramosos,  flores pequeñas en espiga  y fruto seco, encerrado en el cáliz y con cuatro semillas. Es muy común a orillas de las corrientes de agua, tiene fuerte olor aromático y se usa algo en medicina y contra los insectos parásitos).
      Nos comentan nuestros informantes que era habitual  comer el llamado “arroz en bicicleta” que se hacía con algo de bacalao o con habas (rico, rico pero sin mucho condimento). También recuerdan los guisos de trigo que se elaboraban con trigo en agua al que, a base darle con una maza, se le iba quitando la cáscara y se iba semejando al arroz. Una vez que quedaba el grano limpio se cocinaba como si fuera arroz y  se le llamaba “arroz de Franco”.
    Por supuesto, se aprovechaba todo lo que la tierra pudiera dar como espárragos, collejas (hierba de la familia de las Cariofiláceas, de hojas blanquecinas y suaves, tallos ahorquillados y flores blancas en panoja colgante. Es muy común en los sembrados y parajes incultos, y se come como verdura), tagarninas o cardillos (planta bienal, de la familia de las Compuestas, que se cría en sembrados y barbechos, con flores amarillentas y hojas rizadas y espinosas por la margen, de las cuales la penca se come cocida cuando está tierna), espinacas, vinagreras...
      Pero la base fundamental de alimentación la constituía el cerdo. Cíclicamente se hacía “la matanza” y los productos que se elaboraran servirían como sustento principal para toda la familia. El “manitas” del grupo familiar era el que mataba (sólo llamaban al matarife cuando querían darle carácter oficial). El procedimiento era golpear al animal en la frente para que no chillara y luego se procedía a darle muerte.
      Las mujeres echaban la sangre en un recipiente y la movían para que no se cuajara pues debía servir para elaborar las morcillas y también  limpiaban las tripas (el mondongo, que según el DRAE son los intestinos y panza de las reses,  especialmente los del cerdo.).
      Todo valía, menos la vejiga, aunque incluso para ella existía, sorprendentemente, una utilidad: se colgaba en un tendedero, se secaba, se ponía en un cacharro y era una magnífica zambomba que se tocaba con un carrizo mojado en agua. El carrizo es una planta gramínea, indígena de España, con la raíz larga, rastrera y dulce, tallo de dos metros, hojas planas, lineares y lanceoladas, y flores en panojas anchas y copudas. Se cría cerca del agua y sus hojas sirven para forraje. Sus tallos servían para construir cielos rasos, y sus panojas, para hacer escobas.
      Las morcillas se cocían y se colgaban del cañizo (tejido de cañas). Algunas veces se dejaban  jamones, que había que untarlos de sal y dejarlos un mes para que se secaran, y otras veces toda la carne se hacía embutidos: chorizo, lomo (que se echaba en aceite), tocino salado que se guardaban en cajones…
      Los melones de inviernotambién duraban todo el año pues se echaban  en el trigo que iba a servir como simiente de la próxima cosecha y se conservaban perfectamente o, también se conservaban muy bien echados en paja o colgados de las vigas mediante especies de cestas hechas de cuerda.
      Cada quince días aproximadamente venían a Lora para comprar comestibles y, entre ellos, el pan que se metía en tinajas. Existía un modo de fabricación de harina con un molino rudimentario consistente en poner dos piedras pesadas a las que se iba dando vueltas con un mango. Lo más frecuente era cambiar trigo por pan. Iban llevándose el pan durante todo el año de la panadería (por ejemplo la de Curro Calle) y, cuando recogían la cosecha, lo pagaban con trigo.
      A Rafael Ruiz le dejaban las patatas puesto que así pagaban, con parte de la cosecha, el precio de las semillas que les había adelantado. En otras tiendas vendían gallinas, huevos... y así obtenían dinero en efectivo y podían comprar, por ejemplo, telas en el comercio de Odón Heras.
            Antonio, Salvador y José Antonio recuerdan que los tiempos no eran propicios para los caprichos pero a  los niños les servía de chuchería el llamado canto (cantero de pan) que no era otra cosa que un pico del pan al que se le hacía un agujero en el  migajón y se llenaba de aceite. También se le llamaba hoyo y nos relatan una pequeña anécdota que, a modo de chiste, nos sirve para imaginarnos la penuria existente: el niño le pide a la madre un hoyo de pan. La madre le dice que no hay pan y el niño replica: “Bueno, pues sin pan”.
            De todas formas, la tierra daba golosinas como las margaritas cuando eran pequeñas, hinojo (planta  aromática, de gusto dulce, usada actualmente como condimento), cardancha (un tipo de cardo), paloduz (planta herbácea con tallos leñosos común a orillas de ríos. El jugo de sus rizomas, dulce y mucilaginoso, se usa como pectoral y emoliente), higos (fruto de la higuera) que podían ser zafaríes (variedad de higo, muy dulce) o chumbos (fruto del nopal o higuera de Indias, de color verde amarillento, elipsoidal, espinoso y de pulpa comestible), taraje (arbusto de la familia de las Tamaricáceas, que crece en las orillas de los ríos), parra, alcachofa, alcaucil (alcachofa silvestre, cuyo origen etimológico no podemos resistir comentar pues procede del árabe alqabsíl y del latín capĭtia, cabeza, por alusión a su forma), cebollas frescas, ajos porros (ajo silvestre)... Todo ello alegraba el paladar infantil en esas largas jornadas.

2.- INDUMENTARIA

            Se trataba de cubrir el cuerpo para el frío y las inclemencias del tiempo pero no había muchos adornos en el vestir. No tenían calcetines, sino que protegían sus pies con los peales,  tela de lona  que iba atándose con cuerdas hasta llegar a la rodilla. Como zapatos tenían las abarcas (calzado de cuero crudo que cubría solo la planta de los pies, con reborde en torno, y se asegura con cuerdas o correas sobre el empeine y el tobillo. Estaban hechas con goma de las ruedas de los coches). Luego vinieron otras que no  llevaban cintas sino que sólo se introducía el pie.
            Más tarde se impusieron las alpargatas de Rosales (la empezaron a hacer allí) que tenían la suela de goma y el resto de tela de lona del ejército y se ajustaban por simple ajuste o con cintas. No estaban cosidas sino que se unían con lañas (parecidas a nuestras grapas actuales).
            Paco, el Constantinero (la actual Zapatería Ortiz)  era quien surtía de zapatos y, por supuesto, eran comprados a dita (pago a plazos, en pequeñas cantidades, fijadas por el comerciante o por el cliente).
            Algunos tenían, para los días de lluvia,  las Katiuska (del nombre propio ruso Katjuša, hipocorístico de Katja, y este de Ekaterina, Catalina) que eran unas botas de material impermeable, de caña alta, para proteger del agua.
            Los pantalones eran, normalmente, de pana o de patén (tejido de algodón) y, cuando se rompían, se les echaba un remiendo. Se decía que la pantalonera (mujer que hacía pantalones) que no sabe echar un remiendo, no sabe coser.
            Para la parte de arriba, se llevaba una pelliza de borras (prenda de mucho abrigo) y si llovía, existía el capote de hule (capa de abrigo hecha con mangas y con menor vuelo que la capa común) que se usaba para guardar el ganado o salir a las faenas del campo.
            Los niños pequeños no llevaban ropa interior pero cuando eran un poco mayor se les hacía calzoncillos blancos de retorta (tela de hilo entrefina y de gran resistencia, con la trama y urdimbre muy retorcidas). Algunos hombres llevaban como ropa interior un mono (prenda de vestir de una sola pieza, de tela fuerte, que consta de cuerpo y pantalón) que podía ser blanco, rallado o de color caqui, realizado con tela de lona de saco y abierto con cuatro botones. Tenían una abertura detrás, a la altura del ano para posibilitar las necesidades del cuerpo.
            Era costumbre cubrirse la cabeza con una bilbaína (gorra sin visera, redonda y chata, de lana y generalmente de una sola pieza), un sombrero de paja (en verano), una mascota (sombrero flexible que se usaba para salir de paseo) o un sombrero de ala ancha.

  1. EDUCACIÓN

            Los niños, alejados del núcleo urbano,  no podían asistir a la escuela, por lo que su educación estaba en manos de padres o parientes aunque ya dijimos que debían ayudar desde pequeños a la economía de la casa y familiarizarse con las labores  agrícolas como cuidar el ganado, recolectar frutos, manejo del arado... Sin embargo, era normal que algunos maestros (con o sin título) acudiesen a los campos y enseñasen a estos chiquillos. Se centraba en un chozo y allí se reunían  todos los niños de alrededor para recibir una formación básica que consistía en leer, escribir y las cuatro  reglas matemáticas.
            Antonio, Salvador y José Antonio relatan cómo estos hombres, que normalmente se trasladaban en bicicleta,  impartían  clase a cambio de unos veinticinco céntimos al día por cada niño aunque también se les invitaba a almorzar o a cenar (según la hora a la que iba). No siempre acudía la totalidad de los alumnos porque algunos eran necesarios a sus familias para determinadas faenas y debían faltar durante algún tiempo.            Recuerdan algunos nombres de maestros rurales de su época: Blanquillo, Lizana, Baena (con bicicleta de mujer), Pedro “Chipola” y, más tarde, Álvarez que tal vez fue el último. Todos  hicieron una labor ejemplar pues gracias a ellos muchos de estos niños pudieron acceder a la educación y esto  les permitió desenvolverse con normalidad en la sociedad.
           
4.- HIGIENE Y SALUD

            Es fácil imaginar que la higiene personal  sería menos íntima y también menos exhaustiva pues, no existiendo cuartos de baño, la limpieza se haría por partes. El procedimiento, al menos en el sector masculino, era sacar un cubo de agua, calentarlo en la lumbre y lavarse. En verano, la cosa cambiaba pues eran frecuentes los baños en los ríos y arroyos que mitigaban el calor sofocante y ayudaban a mantener a raya el olor corporal.
            Las necesidades se hacían en un cubo o directamente en el campo. El papel higiénico, inexistente, se sustituía por terrones de tierra, piedras, manojos de hierbas (con cuidado de que no fuesen irritantes) y, más tarde llegó el papel de estraza o el de periódico. En días de lluvias, no se alejaban mucho de la casa para llevar a cabo estas necesidades con lo que los olores se concentrarían más.
            Para prevenir los parásitos y la sarna se pelaban a rape dejándoles a los niños un flequillo que les caía sobre la frente. Todos los de la época tenían el mismo corte con lo que cabe pensar que sería lo más cómodo para padres e hijos.
           


Todas las madres tenían OKAL, un antipirético en forma de pastillas que servía para todo y, cuando no surtía efecto porque era algo más grave, se acudía a los  médicos del pueblo (D. Baldomero, D. Arturo o D. Joaquín Lasida). Lo más doloroso para el paciente venía si se necesitaba  los servicios del practicante (Manolito Gutiérrez o Pepito Reyes). También existían en todas las familias aficionados al arte de poner inyecciones porque no se podía venir al pueblo todos los días.
            Una enfermedad común en la época era el paludismo, enfermedad febril producida por un protozoo, y transmitida al hombre por la picadura de mosquitos anofeles. Contra esta enfermedad había que tomar quinina (alcaloide de la quina). Era una sustancia blanca, amorfa, sin olor, muy amarga y poco soluble, que se empleaba en forma de sales y que servía para eliminar la fiebre aunque el enfermo adquiría una tonalidad amarillenta.

            Para el empacho (indigestión de la comida) se tomaba “agua de Carabaña” o “aceite de ricino” que eran unos purgantes que limpiaban el estómago pero que tenían muy mal sabor y eran sumamente odiados por los niños. El agua de Carabaña posee las  características químicas propias de un agua fría, hipertónica, sulfatada, sódica y sulfurada,  motivos por los que fue declarada de utilidad pública el 4 de mayo de 1928. El ricino es una planta originaria de África arborescente con tallo ramoso de color verde hojas muy grandes partidas y flores monoicas en racimos terminales. El fruto es capsular con tres divisiones y otras tantas semillas, de las cuales se extrae el aceite purgante.
            Así mismo las lombrices era una afección muy corriente en los más pequeños. Consiste en la existencia en el intestino de un gusano de la clase de los Nematelmintos, de forma de lombriz, que vive parásito en el intestino del hombre y de algunos animales.
            Además de los médicos antes citados, existía un curandero en Lora, el Doctor Moñiga, al que acudían aquellos que estaban desencantados de la medicina así como  el Santo Custodio, de Alcalá la Real, por el que había mucha devoción entre la población loreña.



  1. CASAMIENTOS

            Para ser novio de la chica de la que se era pretendiente (que aspira al noviazgo o al matrimonio con alguien) había que hablar con el padre de la muchacha  y se pelaba la pava (conversación mantenida por los novios) en la puerta del chozo de ella aunque algunos suegros exigían que se hiciera dentro, con la suegra presente. Algunas parejas venían a Lora de paseo y la suegra iba detrás.
            El ajuar (conjunto de muebles, alhajas y ropas que aporta la mujer al matrimonio) era recopilado por las madres a través de años, incluso desde que nacía la niña. Se lo compraban a los  diteros que iban por los campos y a los que pagaban, a menudo, con productos de la casa (huevos, patatas...) que él vendía posteriormente.
             En la boda, en la que se estrenaba ropa, se invitaba a la familia y a los amigos y los viajes de novios eran muy discretos, cuando los había. Al nuevo matrimonio se le proporcionaba una habitación de la casa si se podía  y, si no, se hacían un chozo al lado o, incluso en el mismo chozo de los padres, con una manta  o chascas (leña menuda que procede de la limpia de los árboles o arbustos) que sirvieran para separar.





  1. DIVERSIÓN

            En las noches de invierno, alrededor de la candela de llamas, jugaban a las cartas, al burro... Otros, leían novelas por fascículos que iban pasando de los mayores a los pequeños. Primero las leía el padre y, después, los demás. También se contaban cuentos, chistes, se cantaba... Las personas mayores contaban historias o recitaban poesías.
            A veces, se jugaba a las prendas con un anillo. Uno tenía en las manos cerradas un anillo e iba pasando sus manos cerradas con el anillo por las manos de los demás hasta soltarlo en uno de ellos. Este tenía que hacer lo que se le mandara (dar un beso a alguien de los presentes, quitarse una prenda...). Otros juego era  a piola (palabra que proviene de pídola y es un juego consistente en saltar por encima de uno encorvado)...
            Se celebraban los Reyes Magos pero los juguetes eran modestos: caballito de cartón, caramelos, pelotas de trapo o de papel. Otras veces, recibían como regalo instrumentos útiles como navajillas. A las niñas era frecuente regalarles muñecos de cartón (se estropeaban si se les daba agua) y muñecas de trapo a las que se les podía hacer ropa.
            Con motivo de nacimientos, onomásticas, y cualquier otra circunstancia que lo considerara a bien la comunidad, se hacían bailes.
            Imprescindible para montar la fiesta era avisar a los músicos (El Relojero, El Sándalo y Montoya el barbero). Se corría pronto la voz entre los que vivían alrededor  y todos acudían al sitio convenido para pasar un rato agradable. Era costumbre poner en la puerta un candil (utensilio para alumbrar, dotado de un recipiente de aceite y torcida y una varilla con gancho para colgarlo) o un carburo (la lámpara de carburo consta de un depósito superior de agua, y mediante una válvula reguladora deja gotear el agua al depósito inferior donde se encuentra el carburo, produciéndose así gas acetileno, que por medio de un conducto se dirige al mechero o quemador, que se encuentra situado en el exterior, produciendo una llama intensa y muy brillante). 
             Se compraba una arroba (medida de líquidos que varía de peso según las provincias y los mismos líquidos) de vino Solera, con tapas sacadas de la matanza y se bailaba hasta la madrugada. Sólo bailaba el que contase con algún conocimiento de baile o tuviese  novia. El que careciera de ella, tenía que esperar  a que el novio le diese permiso. A veces, los músicos, acordándose de la fecha de la fiesta, y buscando vino y comida gratis, acudían sin que se les llamara.
            Otra ocasión en la que se recurría a los músicos era para dar una serenata a la chica que se  pretendía o a la novia. Para ello había que contratarlos y  dirigirse al lugar donde viviera la muchacha.
            Con estas fiestas la gente no venía al pueblo salvo esporádicamente al cine o, como hemos indicado antes, para la compra y canje de productos. Caso especial lo constituía la feria aunque, dado el escaso presupuesto disponible,  se daban muchas  vueltas y se gastaba poco: dos o tres pesetas. Allí compraban artículos que no se veían todos los días como el turrón y el coco o algún instrumento que les fuese útil como novedosas navajas o cuchillos.
            Los medios de locomoción era variados aunque bicicletas había pocas, lo normal era utilizar las bestias (mulos, caballos...), carros  o a pie. Todos se conocían por lo que no era extraño ver gente andando por los caminos hacia Lora o a otros chozos para encontrarse con sus amigos.
            Como dijimos al principio, eran tiempos difíciles pero la carga se llevaba con esfuerzo, tesón, honestidad y alegría.

Manuela Castillo Soler
Publicado en Revista de Feria de Lora del Río