MUNDO FEMENINO EN LA POSGUERRA DE LORA DEL RÍO
En una época en la que reivindicamos un trato igualitario, justo y respetuoso para con las mujeres, y en la que, desgraciadamente, asistimos con demasiada frecuencia a casos de maltrato, queremos hacer un humilde homenaje a la población femenina que vivió en nuestro pueblo en unos años duros de posguerra. Para ello, contamos con el testimonio de tres mujeres que nos ayudarán a rememorar unos modos de vida ya pasados, que entrañan una filosofía y una rutina diaria placentera pero, a la vez, de lucha permanente, de subsistencia física y moral.
Nuestras informantes son Dolores López Rojas y las hermanas Obdulia Soler Florindo y Rosario Soler Florindo, todas nacidas en Lora del Río antes de 1930 aunque sus fechas de nacimiento se diferencien 5 ó 6 años. De las conversaciones mantenidas con ellas extraeremos vivencias ya olvidadas que nos ayudarán a comprender por qué nuestras abuelas pueden escandalizarse al ver los modos de vida actuales: leyendo estas páginas observaremos cuán distintos son ambos mundos y qué esfuerzo deben realizar mujeres educadas en una sociedad totalmente distinta para adaptarse a la vida de hoy.
Para estructurar nuestro artículo, lo dividiremos en apartados, a modo de facetas de la vida, en los que se irán intercalando las distintas vivencias narradas por nuestras protagonistas pues, aunque tengan experiencias comunes, no son idénticas.
INFANCIA
Casualmente, la profesión de los padres de nuestras tres mujeres era la misma: arriero. La madre de Dolores tenía una carbonería y la madre de Obdulia y Rosario era ama de casa, aunque trabajó en el campo, codo con codo, con su marido para sacar adelante a su familia.
Dolores nació en El Llano, donde sigue viviendo. Su hermana, ocho años mayor, era la que la arreglaba todas las mañanas para ir al colegio porque su madre tenía que ocuparse del negocio. Sabe leer y escribir perfectamente y recuerda que su última maestra fue Dña. Cecilia. Su etapa escolar terminó en 1936 con el inicio de la guerra porque, ante las dificultades económicas, tuvo que ponerse a trabajar para traer un sueldo a casa.
Las hermanas Obdulia y Rosario vivían en Santa Catalina y fueron al colegio de Dña. Pura aunque Obdulia recuerda que a ella quien le dio clase fue Dña. Mª Luisa. Allí aprendían a leer, escribir, matemáticas básicas y algo de labores. Rosario recuerda de Dña. Pura era muy exigente y que pegaba a las niñas cuando no respondían correctamente a las preguntas formuladas por ella. Esto hacía que las alumnas estuviesen en permanente tensión para no provocar la ira de la maestra. Debían ir todos los domingos a misa sin faltar ninguno porque el lunes tenían que rendir cuentas en el colegio de la lectura del Evangelio que habían escuchado. Ella nos confiesa que, aunque estuviera enferma, procuraba no faltar a misa para no sufrir las represalias. A pesar de todo, Rosario habla de Dña. Pura con verdadera devoción y respeto.
La rutina diaria de estas niñas era ir al colegio y jugar con las amigas a la tángana, la comba, el diábolo… Pasaban mucho tiempo en la calle, sin temor, pues todos se conocían y era difícil que les acechara algún peligro. Rosario nos cuenta algunas “gamberradas” como llamar a las puertas de casas señoriales y salir corriendo dejando atrás las voces de la criada que había acudido a abrir. A pesar de las estrecheces de la época, todas rememoran esta estapa como feliz y apacible.
La ropa que usaban se la hacían en casa: un babero (vestido ligero, sin adornos que era de quita y pon por razones obvias), camiseta, refajo (prenda de canutillo con tirantas), zagalejo (especie de combinación pero de punto que se usaba por encima de la ropa interior y debajo del vestido), bragas, calcetines y zapatos o botas en el invierno, o alpargatas en verano. Dolores recuerda aún el vestido que le hicieron para su Primera Comunión, de tela blanca con cordoncillo.
TRABAJO FUERA DE CASA
A los 13 años, en plena guerra civil, Dolores tuvo que abandonar la escuela y colocarse como criada para ayudar a su familia compuesta por los padres y cinco hijos. Le pagaban dos duros al mes y no le daban muy bien de comer pues ella recuerda una sopa hecha con agua y huevo que no tenía buen sabor. Terminaba el trabajo a las doce de la noche y nos dice que pasaba mucho miedo porque tenía que atravesar a esas horas la estación donde había campamentos de soldados italianos y españoles. Dejó esa casa y se fue a otra donde le pagaban cinco duros al mes. Dolores nos cuenta que en esa casa se contagió de sarna (afección cutánea contagiosa provocada por un ácaro o arador, que excava túneles bajo la piel, produciendo enrojecimiento y un intenso prurito) y tenía que lavarse en un lebrillo (vasija de barro vidriado más ancha por el borde que por el fondo) todos los días y liarse por la noche en una sábana hasta que consiguió vencer la enfermedad.
Algunas mujeres trabajaban recogiendo aceituna pero en aquellos años no existían guarderías para dejar a los niños por lo que era frecuente contratar a una niña algo mayor y llevársela al campo para que le cuidara a los pequeños mientras duraba la faena agrícola y, terminada ésta, volvían todos al pueblo.
Obdulia y Rosario habían cambiado de residencia y vivían ahora en El Barrio el Pozo junto con sus padres, Juan Antonio y Remedios, y sus dos hermanos, Juan y Pedro. Pero sólo residían aquí en invierno porque en verano se iban todos al campo para trabajar y ayudar en las labores agrícolas. Obdulia nos dice que hacía las mismas faenas que un hombre: cogía la legona y quitaba las hierbas, entresacaba la remolacha o el maíz… incluso iba con un cántaro a coger agua para darle de beber a la cuadrilla. Rosario, al ser más pequeña, realizaba otros trabajos como ayudarle a su padre a sacar las sandías y melones y colocarlos en los surcos para que fuesen cargados a lomos de un animal. Pero también tenía tiempo de jugar con las niñas de los alrededores. Dice que su padre la ponía a vigilar, por ejemplo, el campo de habas para que nadie las cogiera pues estaba al lado de un camino pero que no servía para nada porque la gente se llevaba cuantas habas quería a pesar de que ella les gritaba para que no lo hiciera.
Cuando vivían en Lora, Obdulia trabajaba cosiendo en casa de una modista donde quitaba hilvanes, sobrehilaba y, poco a poco, aprendía a hacer vestidos. No cobraba, el pago consistía en hacerse de balde el vestido de feria. Rosario, por su parte, se cansó de coser con modistas que no le pagaban y se fue a una sastrería donde a las dos semanas ya cobraba algo. Allí trabajaban muchas chicas pero entre ellas existían categorías pues, lógicamente, las veteranas realizaban labores que las novatas no sabían hacer. Ella recuerda que hacía muchos falsos, mangas y picaba solapas y cuellos. A veces, sin que el maestro se diese cuenta, su amiga María le pasaba calzonas (pantalones cortos) y ella se lo agradecía mucho porque se sentía, así, más importante y perteneciente al grupo de las mayores.
TRABAJO EN CASA
Las labores de casa no eran muy distintas de las actuales aunque sí difiere la forma de hacerlas.
Por la mañana, hacían las camas (las sábanas las hacían en casa y compraban la tela en Hytasa), limpiaban el polvo, limpiaban el suelo, regaban las flores, barrían el patio, el corral y la puerta de la calle. Para barrer dentro de la casa se utilizaba una escoba de mango de caña corto y un cogedor de madera (especie de cajón para recoger la basura) con un mango también corto por lo que la mujer adoptaba una postura realmente incómoda, inclinada hacia delante, para poder limpiar el suelo e ir recogiendo la basura. Para barrer zonas más amplias, como el corral o el patio, se utilizaba un escobón con mango de caña largo.
Para el suelo se utilizaba una aljofifa hecha de yute (tela de saco) pero lo hacían de rodillas pues lo limpiaban a mano. Los suelos de la casa de las hermanas Soler eran en un principio de ladrillo aunque más tarde su padre lo puso con losetas. Los patios y corrales eran de tierra con lo que su limpieza era complicada y, más tarde, de cemento. Las aceras tenían chinos y las calles eran de piedra. Por supuesto, nos recuerda Obdulia, cada vecino tenía que limpiar su parte de acera y de calle si quería que estuviera limpia. Algunas casas tenían un postigo (puerta falsa trasera) por donde entraban las bestias pero, si no existía, entraban atravesando toda la casa, con la suciedad que ello suponía.
Dolores recuerda que para lavar la ropa blanca utilizaba polvos de guano y la dejaba en remojo. Luego, se le daba otro ojo (mano que se da a la ropa con el jabón cuando se lava), se enjuagaba y se le echaba añil para que azuleara. Las planchas eran de hierro y se calentaban en el carbón aunque a las de los sastres, al ser profesionales, se les echaba la candela dentro.
La cal para blanquear las paredes la compraban a los hombres de La Puebla que la traían en burros. La vendían por medios (medida de madera cuadrada) y cada una compraba los que necesitaba. Esta cal, en terrones, la metían en una tinaja y le echaban agua hasta que hervía y se deshacía. Después, ya se podía utilizar en la limpieza de paredes valiéndose de una escobilla de palma hilada.
Para calentarse en invierno se encendía la copa: se compraba el cisco (carbón vegetal menudo) y se echaba en un recipiente llamado copa (brasero que tiene la forma de copa y se hace de azófar, cobre, barro o plata con dos asas para llevarlo de una parte a otra). Se encendía con un papel y se soplaba con un soplillo de palma de pleita (esparto trenzado en varios ramales) hasta que prendiera. Cuando dejaba de calentar, se movía con la badila (paleta de hierro o de otro metal) para reavivar las ascuas. Se le podía echar alhucema o incienso y, así, servía de ambientador. Si se colocaba ropa encima usando la alambrera (cobertera de red de alambre, generalmente en forma de campana, que por precaución se pone sobre los braseros encendidos) quedaba impregnada de ese olor y era un placer para los chiquillos vestirse, después del baño, con la camiseta calentita y oliendo tan bien.
En casa no había tiempo libre porque se usaba, por ejemplo, para coser. Prácticamente toda la ropa se hacía a mano (sujetadores, bragas, sábanas…), incluso la de los hombres (calzoncillos, chaquetas y pantalones de patén, camisetas…).
COMIDA
Recordemos que los tiempos eran muy duros. Había gente que recogía la carbonilla de los trenes y la utilizaban para guisar. “Ya ha cagao el tren”, decían. Lo normal era que se utilizara carbón que se compraba por sacos. En las cocinas estaba la hornilla que era un hueco hecho en el macizo de los hogares, con una rejuela horizontal en medio de la altura para sostener la lumbre y dejar caer la ceniza, y un respiradero inferior para dar entrada al aire. También existía separada del hogar. La hornilla se llenaba de carbón, se echaba aire con el soplillo y se ponían los recipientes de cocina encima. Lógicamente, quedaban impregnados de tizne (humo que se pega a las sartenes, peroles y otras vasijas que han estado a la lumbre) pero se fregaban con estropajo de esparto y arenilla (arena muy fina) y quedaban relucientes.
Dicen, y es verdad, que cada casa es un mundo. Por eso, nuestras colaboradoras tenían costumbres distintas a la hora de comer aunque, como veremos, la base es la misma. Dolores nos cuenta que en su casa se desayunaba café de cebada de malta, y pan. Para poder coger pan de maíz, se tenían que poner en la cola de la panadería de madrugada. Para almorzar, comían arroz, guiso de papas con colas de bacalao, montoncitos (despojo de la vaca, riñones, asadura…). Cenaban temprano, a las siete de la tarde y siempre cocido. Se acostaban temprano. La luz venía a las ocho de la tarde y duraba hasta la mañana siguiente. Durante el día no había.
Nos cuenta Dolores que las estraperlistas (personas que practican el estraperlo o comercio ilegal) traían comida en un tren al que llamaban “Miguel Ligero” por la marcha tan lenta que traía.
En casa de Obdulia y Rosario se hacía matanza periódicamente y los productos obtenidos servían de base para alimentar a la familia. Cuando estaban en el campo, solían desayunar migas. A mediodía comían siempre cocido y por la noche tortilla de papas, papas fritas, gazpacho, chorizo… No eran muy dados a los dulces pero en fechas señaladas llamaban a un pastelero para que fuese a hacerles galletas y en navidad iba una mujer a hacerles pestiños. Sí les gustaba tener “pequeñas chucherías” en el soberado (especie de desván en la parte alta de la casa, inmediatamente debajo del tejado) pues allí guardaban bacalao colgado de las vigas y en una mesa grande ponían los seretes (canastos redondo de esparto) de higo, de dátiles, chocolate… De ellos daba buena cuenta Rosario, que bajaba constantemente con las manos y los bolsillos llenos.
HIGIENE Y ACICALAMIENTO
Diariamente se lavaban las partes del cuerpo que despiden peor olor pero el baño lo tomaban unas dos veces por semana. Calentaban agua en la hornilla y, mezclada con alguna fría, la echaban en un baño grande con pastillas de Heno de Pravia. El pelo se lavaba con jabón verde y lo enjuagaban con vinagre aguado para que tuviera brillo.
Toda la ropa se lavaba a mano y la que se traía después de trabajar en el campo, era especialmente difícil de limpiar.
Normalmente, los sábados por la mañana, cuando se lavaban el pelo, se ponían los bigudíes (lámina pequeña de plomo, larga y estrecha, forrada de piel, de tela u otro material) y por la tarde, a la hora de salir, se los quitaban y el pelo quedaba rizado. A la peluquería sólo se iba para hacerse un corte de pelo.
En casa se fabricaban también los paños higiénicos (los llamados pañitos) para las chicas. Se utilizaba muletón (tela gruesa, suave y afelpada, de algodón o lana) y, a veces se les ponía cuatro cintas para amarrárselos a la cintura y colocar encima las bragas.
Se acicalaban la cara con polvos que compraban en las droguerías y que volcaban en polveras. Eran polvos sueltos de la marca Madera de Oriente que venían en cajas de cartón. También se pintaban los ojos, e incluso hablan de rimmel y del rizador de pestañas.
FIESTAS Y CORTEJO
Las fiestas eran escasas: la Feria , el día de la Virgen , Semana Santa y el día de Santiago. Sólo en esas fechas señaladas se iba al cine. La fiesta que más se vivía era la Feria. En casa de Odón compraban la tela para el vestido, el único de vestir que se hacían en el año porque los demás eran baberos de diario. También se compraban zapatos que, si eran blancos se teñían de negro o marrón para el invierno. Eran tres días de feria. El primer día no se estrenaba ropa sino que se apañaban con un vestidito anterior; el segundo día era cuando se colocaban el nuevo y, en el tercero, se repetía vestido.
El resto del año, los sábados por la noche se iba al paseo que consistía en lo siguiente: las chicas se cogían del brazo y paseaban en grupos de tres o cuatro y los chicos se arrimaban a ellas. Por supuesto, se acercaban a las que iban en los extremos y, si la que le interesaba estaba en el centro, le pedía que cambiara de sitio para poder pasear y darle conversación. Ellas quizás lo consentían alguna vez pero no con frecuencia porque pasearse varias veces con el mismo significaba algún tipo de compromiso y había que guardar las formas. Este paseo transcurría, según Dolores y Obdulia, dando un rodeo por las calles llamadas actualmente Blas Infante, Pablo Picaso, El Cristo, Roda de Enmedio y vuelta a empezar. Rosario dice que en su época (cinco o seis años después) sólo se paseaba por la calle Blas Infante y algunos grupos se subían a la Plaza Nueva.
Los domingos por la tarde, después de almorzar, se trasladaban a la carretera vieja de Alcolea y, cuando el sol se ponía, se iban a la estación para ver llegar un tren que llamaban “el carreta” (aproximadamente a las ocho y media de la tarde) y después vuelta a casa y esperar hasta la siguiente semana. Esta costumbre hubo que prohibirla con el tiempo ya que llegó a ser peligrosa por la aglomeración de gente al paso del tren.
Nunca salía sola una pareja de novios, siempre llevaba a alguna amiga o pariente, incluso al cine había que llevar compañía. Era costumbre ponerse en la puerta de la novia a hablar pero siempre bajo la atenta mirada de la madre que guardaba por la honradez de la hija. Era lo que se llamaba “pelar la pava”. Nos cuenta Obdulia que su novio solía llegar sobre las siete de la tarde y que a las ocho u ocho y media su madre, desde dentro de la casa, hacía sonar la badila de la copa de forma más continuada y sonora para que quedara patente que ya era hora de recogerse.
MATRIMONIO
En primer lugar, para acordar fechas y demás asuntos, se celebraba una reunión de los padres del novio y de la novia. En los dichos (declaración de la voluntad de los contrayentes cuando el cura los examina para contraer matrimonio), el cura hablaba por separado con los novios y les preguntaba qué tiempo hacía que se hablaban (noviazgo) y si habían pecado.
La novia había estado preparando el ajuar durante mucho tiempo. Ella misma había hecho las sábanas bordadas, las toallas y su ropa; también, junto con su madre, se había preocupado de hacer acopio de enseres del hogar: platos, sartenes, servilletas, hules, cubiertos, cacerolas, mantas…
La boda era sencilla: se iba a la iglesia, se casaban y volvían a la casa (generalmente de la novia) para tomar chocolate, bizcocho, una copa de aguardiente o de coñac. El traje de las novias podía ser blanco o de cualquier otro color, incluso azul o negro, y el novio vestía traje de chaqueta. Los invitados se reducían a familiares directos y amigos muy cercanos. Como regalos de boda podían recibir objetos para la casa (platos, fuentes, jarros…) o adornos como una muñeca que llamaban de la primera camisa y era para colocarla en la cómoda (mueble con tablero de mesa y tres o cuatro cajones que ocupan todo el frente y sirven para guardar ropa). También era frecuente obsequiar a los novios con un recipiente adornado con realces que servía para proteger el vaso con agua de la mesilla de noche y al que llamaban bebe, o un mariposero que era utilizado para poner las mariposas (pequeña mecha afirmada en un disco flotante y que, encendida en su recipiente con aceite, se ponía por devoción ante una imagen o se usaba para tener luz de noche).
El viaje de novios, si lo había, no duraba mucho pero sí lo suficiente como para quitarse de aquí unos días y aclimatarse a su nuevo estado: marido y mujer. Dolores estuvo en Sevilla tres días en una pensión. Todavía se acuerda de que fue al cine en la plaza de Jáuregui para ver Juana de Arco. Rosario fue a Cádiz donde vio por primera vez el mar y Obdulia estuvo durante toda la Semana Santa en Sevilla donde alquilaron sillas en La Campana (lástima que cayeran chuzos de puntas y se mojaran una y otra vez)
Recordemos que la mujer pasaba de ser dependiente de su padre a serlo de su marido. Necesitaba su permiso hasta para abrirse una cuenta en el banco. La mayoría de estas mujeres eran amas de casa que no tenían ingresos y dependían totalmente del dinero que éste quisiera darle. La separación matrimonial no existía y las que se conocían eran muy criticadas. El hombre dominaba y la mujer sólo debía obedecer y callar. Si tocaba un buen marido, todo era perfecto y, si era malo, a aguantar. Con todo, repetimos, los tiempos eran difíciles y esto hacía que hombres y mujeres intentaran ser todo lo felices que las circunstancias les permitían.
EMBARAZO Y PARTO
No existía control de embarazo con lo que el proceso era natural cien por cien: si faltaba la regla era que se estaba embarazada y, más o menos, a los nueve meses, nacería el niño o niña porque tampoco había forma de conocer el sexo del bebé a no ser que, por la cara de la madre, por la forma del vientre o por alguna otra muestra de la sabiduría popular, se supiese con antelación. Por supuesto, si la madre tenía alguna patología durante el embarazo no se trataba por lo que, a veces, había sorpresas desagradables en este periodo como desmayos, abortos y demás problemas que puedan derivarse de la falta de control médico.
Cuando llegaba la hora del parto, la mujer rompía la fuente y comenzaban los dolores; se llamaba a la matrona y se alumbraba en el domicilio particular de la parturienta. A veces, las mujeres permanecían con dolores de parto varios días en su casa esperando el nacimiento. La matrona pedía agua caliente para lavar a la madre y al niño y ayudaba a la mujer a parir pero, si se presentaba algún problema, había que llamar al médico.
Una vez en el mundo el neonato, su abuela u otros familiares lo bañaban y se ocupaban los primeros días de él hasta la total recuperación de la madre. Transcurridos estos tres o cuatro días, la vida continuaba y había que reincorporarse a las labores del hogar cuidando del nuevo miembro. La ropa de los recién nacidos había sido confeccionada por su madre o abuelas y, recordemos, no había lavadora, con lo que todo se lavaba a mano y tampoco existía la secadora, a no ser que consideremos como tal la alambrera de la copa citada arriba. A los pequeños se les ponía una empapadera (tela de toalla), camisitas, batones, metedor (llamado también metidillo) y que era un paño de lienzo que solía ponerse debajo del pañal a los niños pequeños pero siempre teniendo en cuenta que aún no contaban con pañales impermeables como los actuales y había que cambiarlos muchas veces al día para que estuviesen limpios y sanos.
Así, con este último apartado, creemos poner fin a la semblanza que quisimos establecer a modo de pequeña exposición de lo que fue la vida diaria de las mujeres que vivieron durante la posguerra en Lora del Río. Vaya para todas ellas nuestro agradecimiento y respeto.
Manuela Castillo Soler
Publicado en Revista de Feria de Lora del Río