APROXIMACIÓN A LAS COSTUMBRES Y FORMAS DE VIDA RURAL EN LORA DEL RÍO EN LOS AÑOS SIGUIENTES A LA GUERRA CIVIL
Nos situamos en una época en la que todo escaseaba pero las gentes paliaban esta falta con imaginación, esfuerzo y ansias de superación. Salvador Álvarez, Antonio León y José Antonio Valenzuela nos relatan cómo pasaron su infancia y juventud en una Lora que se recuperaba de las heridas de guerra y se encaminaba a un futuro esperanzador aunque la mayor preocupación era la subsistencia diaria de toda la familia. Para ello no se escatimaba esfuerzo, el trabajo era muy duro, en condiciones a veces extremas pero, poco a poco, esta generación logró salvar los obstáculos y comenzó a poner los cimientos que sirvieron para situar al país en el lugar donde está hoy. Ellos fueron los primeros artífices y a ellos se lo debemos. Sirva este artículo como un humilde homenaje a estos hombres y mujeres que vivieron en la posguerra española, en una sociedad rural como la loreña, y que lucharon con todas sus fuerzas por un mundo mejor.
Vivían en el campo, en chozos (construcción rústica pequeña hecha con palos entretejidos con cañas y cubierta de ramas) o en pequeñas casas diseminadas aunque no muy lejanas unas de otros, a veces formando grupos de familias emparentadas, y se ayudaban unos a los otros. Los padres debían procurar alimento para toda su prole y los hijos debían contribuir a la empobrecida economía familiar con su trabajo. Los niños venían a Lora en contadas ocasiones y los mayores acudían para temas relacionados con la compra de alimento o para el canje de productos como veremos en el desarrollo de este artículo que tiene como objetivo reflejar de forma general el modus vivendi de la población rural loreña desde los años cuarenta hasta los sesenta.
Vamos a establecer varios bloques en los que se analizarán la cotidianidad así como lo excepcional de la vida rural. Nos centraremos en la población masculina fundamentalmente dejando para otra entrega todo lo concerniente a la mujer y su entorno.
- ALIMENTACIÓN
El desayuno consistía en tostadas, migas (de pan o de harina) o leche migada con pan. En el almuerzo era usual el guiso de arroz, las papas guisadas o fritas (con poco aceite pues no sobraba). La cena era siempre, salvo en ocasiones especiales, la misma: la olla o cocido (con pella y tocino) que se ponía en un barreño del que comían todos.
Como postre contaban con el queso de elaboración propia: se guardaba el cuajo (barriga) de los chivos que, al ser amamantados por su madre, servía para hacer leche. Parte de este cuajo se le echaba a la leche que se obtenía al ordeñar las vacas para que cuajara. De ahí salía el suero que los niños se bebían migado aunque, a veces, se lo daban a personas con escasísimos recursos que iban por los campos pidiendo algo para comer o servía de refuerzo alimenticio para los lechones. La leche cuajada se echaba en un molde de esparto y se lavaba con salmuera y se llevaba al cañizo para que escurriera. Ya teníamos un estupendo queso que, cuando estaba oreado, se metía en aceite y, conservado así, se aprovechaba durante todo el año.
El huerto producía, entre otros productos, pimientos y tomates que servían para la comida diaria pero, cuando la producción era mayor que el consumo, se echaban en botellas bien tapadas en cuyo cuello se vertía aceite para que no se estropearan y se guardaban en alacenas.
Para que las patatas se conservasen en buen estado, se echaban en el suelo y se cubrían de mastranzo (planta herbácea anual, de la familia de las Labiadas, con tallos erguidos, ramosos, flores pequeñas en espiga y fruto seco, encerrado en el cáliz y con cuatro semillas. Es muy común a orillas de las corrientes de agua, tiene fuerte olor aromático y se usa algo en medicina y contra los insectos parásitos).
Nos comentan nuestros informantes que era habitual comer el llamado “arroz en bicicleta” que se hacía con algo de bacalao o con habas (rico, rico pero sin mucho condimento). También recuerdan los guisos de trigo que se elaboraban con trigo en agua al que, a base darle con una maza, se le iba quitando la cáscara y se iba semejando al arroz. Una vez que quedaba el grano limpio se cocinaba como si fuera arroz y se le llamaba “arroz de Franco”.
Por supuesto, se aprovechaba todo lo que la tierra pudiera dar como espárragos, collejas (hierba de la familia de las Cariofiláceas, de hojas blanquecinas y suaves, tallos ahorquillados y flores blancas en panoja colgante. Es muy común en los sembrados y parajes incultos, y se come como verdura), tagarninas o cardillos (planta bienal, de la familia de las Compuestas, que se cría en sembrados y barbechos, con flores amarillentas y hojas rizadas y espinosas por la margen, de las cuales la penca se come cocida cuando está tierna), espinacas, vinagreras...
Pero la base fundamental de alimentación la constituía el cerdo. Cíclicamente se hacía “la matanza” y los productos que se elaboraran servirían como sustento principal para toda la familia. El “manitas” del grupo familiar era el que mataba (sólo llamaban al matarife cuando querían darle carácter oficial). El procedimiento era golpear al animal en la frente para que no chillara y luego se procedía a darle muerte.
Las mujeres echaban la sangre en un recipiente y la movían para que no se cuajara pues debía servir para elaborar las morcillas y también limpiaban las tripas (el mondongo, que según el DRAE son los intestinos y panza de las reses, especialmente los del cerdo.).
Todo valía, menos la vejiga, aunque incluso para ella existía, sorprendentemente, una utilidad: se colgaba en un tendedero, se secaba, se ponía en un cacharro y era una magnífica zambomba que se tocaba con un carrizo mojado en agua. El carrizo es una planta gramínea, indígena de España, con la raíz larga, rastrera y dulce, tallo de dos metros, hojas planas, lineares y lanceoladas, y flores en panojas anchas y copudas. Se cría cerca del agua y sus hojas sirven para forraje. Sus tallos servían para construir cielos rasos, y sus panojas, para hacer escobas.
Las morcillas se cocían y se colgaban del cañizo (tejido de cañas). Algunas veces se dejaban jamones, que había que untarlos de sal y dejarlos un mes para que se secaran, y otras veces toda la carne se hacía embutidos: chorizo, lomo (que se echaba en aceite), tocino salado que se guardaban en cajones…
Los melones de inviernotambién duraban todo el año pues se echaban en el trigo que iba a servir como simiente de la próxima cosecha y se conservaban perfectamente o, también se conservaban muy bien echados en paja o colgados de las vigas mediante especies de cestas hechas de cuerda.
Cada quince días aproximadamente venían a Lora para comprar comestibles y, entre ellos, el pan que se metía en tinajas. Existía un modo de fabricación de harina con un molino rudimentario consistente en poner dos piedras pesadas a las que se iba dando vueltas con un mango. Lo más frecuente era cambiar trigo por pan. Iban llevándose el pan durante todo el año de la panadería (por ejemplo la de Curro Calle) y, cuando recogían la cosecha, lo pagaban con trigo.
A Rafael Ruiz le dejaban las patatas puesto que así pagaban, con parte de la cosecha, el precio de las semillas que les había adelantado. En otras tiendas vendían gallinas, huevos... y así obtenían dinero en efectivo y podían comprar, por ejemplo, telas en el comercio de Odón Heras.
Antonio, Salvador y José Antonio recuerdan que los tiempos no eran propicios para los caprichos pero a los niños les servía de chuchería el llamado canto (cantero de pan) que no era otra cosa que un pico del pan al que se le hacía un agujero en el migajón y se llenaba de aceite. También se le llamaba hoyo y nos relatan una pequeña anécdota que, a modo de chiste, nos sirve para imaginarnos la penuria existente: el niño le pide a la madre un hoyo de pan. La madre le dice que no hay pan y el niño replica: “Bueno, pues sin pan”.
De todas formas, la tierra daba golosinas como las margaritas cuando eran pequeñas, hinojo (planta aromática, de gusto dulce, usada actualmente como condimento), cardancha (un tipo de cardo), paloduz (planta herbácea con tallos leñosos común a orillas de ríos. El jugo de sus rizomas, dulce y mucilaginoso, se usa como pectoral y emoliente), higos (fruto de la higuera) que podían ser zafaríes (variedad de higo, muy dulce) o chumbos (fruto del nopal o higuera de Indias, de color verde amarillento, elipsoidal, espinoso y de pulpa comestible), taraje (arbusto de la familia de las Tamaricáceas, que crece en las orillas de los ríos), parra, alcachofa, alcaucil (alcachofa silvestre, cuyo origen etimológico no podemos resistir comentar pues procede del árabe alqabsíl y del latín capĭtia, cabeza, por alusión a su forma), cebollas frescas, ajos porros (ajo silvestre)... Todo ello alegraba el paladar infantil en esas largas jornadas.
2.- INDUMENTARIA
Se trataba de cubrir el cuerpo para el frío y las inclemencias del tiempo pero no había muchos adornos en el vestir. No tenían calcetines, sino que protegían sus pies con los peales, tela de lona que iba atándose con cuerdas hasta llegar a la rodilla. Como zapatos tenían las abarcas (calzado de cuero crudo que cubría solo la planta de los pies, con reborde en torno, y se asegura con cuerdas o correas sobre el empeine y el tobillo. Estaban hechas con goma de las ruedas de los coches). Luego vinieron otras que no llevaban cintas sino que sólo se introducía el pie.
Más tarde se impusieron las alpargatas de Rosales (la empezaron a hacer allí) que tenían la suela de goma y el resto de tela de lona del ejército y se ajustaban por simple ajuste o con cintas. No estaban cosidas sino que se unían con lañas (parecidas a nuestras grapas actuales).
Paco, el Constantinero (la actual Zapatería Ortiz) era quien surtía de zapatos y, por supuesto, eran comprados a dita (pago a plazos, en pequeñas cantidades, fijadas por el comerciante o por el cliente).
Algunos tenían, para los días de lluvia, las Katiuska (del nombre propio ruso Katjuša, hipocorístico de Katja, y este de Ekaterina, Catalina) que eran unas botas de material impermeable, de caña alta, para proteger del agua.
Los pantalones eran, normalmente, de pana o de patén (tejido de algodón) y, cuando se rompían, se les echaba un remiendo. Se decía que la pantalonera (mujer que hacía pantalones) que no sabe echar un remiendo, no sabe coser.
Para la parte de arriba, se llevaba una pelliza de borras (prenda de mucho abrigo) y si llovía, existía el capote de hule (capa de abrigo hecha con mangas y con menor vuelo que la capa común) que se usaba para guardar el ganado o salir a las faenas del campo.
Los niños pequeños no llevaban ropa interior pero cuando eran un poco mayor se les hacía calzoncillos blancos de retorta (tela de hilo entrefina y de gran resistencia, con la trama y urdimbre muy retorcidas). Algunos hombres llevaban como ropa interior un mono (prenda de vestir de una sola pieza, de tela fuerte, que consta de cuerpo y pantalón) que podía ser blanco, rallado o de color caqui, realizado con tela de lona de saco y abierto con cuatro botones. Tenían una abertura detrás, a la altura del ano para posibilitar las necesidades del cuerpo.
Era costumbre cubrirse la cabeza con una bilbaína (gorra sin visera, redonda y chata, de lana y generalmente de una sola pieza), un sombrero de paja (en verano), una mascota (sombrero flexible que se usaba para salir de paseo) o un sombrero de ala ancha.
- EDUCACIÓN
Los niños, alejados del núcleo urbano, no podían asistir a la escuela, por lo que su educación estaba en manos de padres o parientes aunque ya dijimos que debían ayudar desde pequeños a la economía de la casa y familiarizarse con las labores agrícolas como cuidar el ganado, recolectar frutos, manejo del arado... Sin embargo, era normal que algunos maestros (con o sin título) acudiesen a los campos y enseñasen a estos chiquillos. Se centraba en un chozo y allí se reunían todos los niños de alrededor para recibir una formación básica que consistía en leer, escribir y las cuatro reglas matemáticas.
Antonio, Salvador y José Antonio relatan cómo estos hombres, que normalmente se trasladaban en bicicleta, impartían clase a cambio de unos veinticinco céntimos al día por cada niño aunque también se les invitaba a almorzar o a cenar (según la hora a la que iba). No siempre acudía la totalidad de los alumnos porque algunos eran necesarios a sus familias para determinadas faenas y debían faltar durante algún tiempo. Recuerdan algunos nombres de maestros rurales de su época: Blanquillo, Lizana, Baena (con bicicleta de mujer), Pedro “Chipola” y, más tarde, Álvarez que tal vez fue el último. Todos hicieron una labor ejemplar pues gracias a ellos muchos de estos niños pudieron acceder a la educación y esto les permitió desenvolverse con normalidad en la sociedad.
4.- HIGIENE Y SALUD
Es fácil imaginar que la higiene personal sería menos íntima y también menos exhaustiva pues, no existiendo cuartos de baño, la limpieza se haría por partes. El procedimiento, al menos en el sector masculino, era sacar un cubo de agua, calentarlo en la lumbre y lavarse. En verano, la cosa cambiaba pues eran frecuentes los baños en los ríos y arroyos que mitigaban el calor sofocante y ayudaban a mantener a raya el olor corporal.
Las necesidades se hacían en un cubo o directamente en el campo. El papel higiénico, inexistente, se sustituía por terrones de tierra, piedras, manojos de hierbas (con cuidado de que no fuesen irritantes) y, más tarde llegó el papel de estraza o el de periódico. En días de lluvias, no se alejaban mucho de la casa para llevar a cabo estas necesidades con lo que los olores se concentrarían más.
Para prevenir los parásitos y la sarna se pelaban a rape dejándoles a los niños un flequillo que les caía sobre la frente. Todos los de la época tenían el mismo corte con lo que cabe pensar que sería lo más cómodo para padres e hijos.
Todas las madres tenían OKAL, un antipirético en forma de pastillas que servía para todo y, cuando no surtía efecto porque era algo más grave, se acudía a los médicos del pueblo (D. Baldomero, D. Arturo o D. Joaquín Lasida). Lo más doloroso para el paciente venía si se necesitaba los servicios del practicante (Manolito Gutiérrez o Pepito Reyes). También existían en todas las familias aficionados al arte de poner inyecciones porque no se podía venir al pueblo todos los días.
Una enfermedad común en la época era el paludismo, enfermedad febril producida por un protozoo, y transmitida al hombre por la picadura de mosquitos anofeles. Contra esta enfermedad había que tomar quinina (alcaloide de la quina). Era una sustancia blanca, amorfa, sin olor, muy amarga y poco soluble, que se empleaba en forma de sales y que servía para eliminar la fiebre aunque el enfermo adquiría una tonalidad amarillenta.
Para el empacho (indigestión de la comida) se tomaba “agua de Carabaña” o “aceite de ricino” que eran unos purgantes que limpiaban el estómago pero que tenían muy mal sabor y eran sumamente odiados por los niños. El agua de Carabaña posee las características químicas propias de un agua fría, hipertónica, sulfatada, sódica y sulfurada, motivos por los que fue declarada de utilidad pública el 4 de mayo de 1928. El ricino es una planta originaria de África arborescente con tallo ramoso de color verde hojas muy grandes partidas y flores monoicas en racimos terminales. El fruto es capsular con tres divisiones y otras tantas semillas, de las cuales se extrae el aceite purgante.
Así mismo las lombrices era una afección muy corriente en los más pequeños. Consiste en la existencia en el intestino de un gusano de la clase de los Nematelmintos, de forma de lombriz, que vive parásito en el intestino del hombre y de algunos animales.
Además de los médicos antes citados, existía un curandero en Lora, el Doctor Moñiga, al que acudían aquellos que estaban desencantados de la medicina así como el Santo Custodio, de Alcalá la Real, por el que había mucha devoción entre la población loreña.
- CASAMIENTOS
Para ser novio de la chica de la que se era pretendiente (que aspira al noviazgo o al matrimonio con alguien) había que hablar con el padre de la muchacha y se pelaba la pava (conversación mantenida por los novios) en la puerta del chozo de ella aunque algunos suegros exigían que se hiciera dentro, con la suegra presente. Algunas parejas venían a Lora de paseo y la suegra iba detrás.
El ajuar (conjunto de muebles, alhajas y ropas que aporta la mujer al matrimonio) era recopilado por las madres a través de años, incluso desde que nacía la niña. Se lo compraban a los diteros que iban por los campos y a los que pagaban, a menudo, con productos de la casa (huevos, patatas...) que él vendía posteriormente.
En la boda, en la que se estrenaba ropa, se invitaba a la familia y a los amigos y los viajes de novios eran muy discretos, cuando los había. Al nuevo matrimonio se le proporcionaba una habitación de la casa si se podía y, si no, se hacían un chozo al lado o, incluso en el mismo chozo de los padres, con una manta o chascas (leña menuda que procede de la limpia de los árboles o arbustos) que sirvieran para separar.
- DIVERSIÓN
En las noches de invierno, alrededor de la candela de llamas, jugaban a las cartas, al burro... Otros, leían novelas por fascículos que iban pasando de los mayores a los pequeños. Primero las leía el padre y, después, los demás. También se contaban cuentos, chistes, se cantaba... Las personas mayores contaban historias o recitaban poesías.
A veces, se jugaba a las prendas con un anillo. Uno tenía en las manos cerradas un anillo e iba pasando sus manos cerradas con el anillo por las manos de los demás hasta soltarlo en uno de ellos. Este tenía que hacer lo que se le mandara (dar un beso a alguien de los presentes, quitarse una prenda...). Otros juego era a piola (palabra que proviene de pídola y es un juego consistente en saltar por encima de uno encorvado)...
Se celebraban los Reyes Magos pero los juguetes eran modestos: caballito de cartón, caramelos, pelotas de trapo o de papel. Otras veces, recibían como regalo instrumentos útiles como navajillas. A las niñas era frecuente regalarles muñecos de cartón (se estropeaban si se les daba agua) y muñecas de trapo a las que se les podía hacer ropa.
Con motivo de nacimientos, onomásticas, y cualquier otra circunstancia que lo considerara a bien la comunidad, se hacían bailes.
Imprescindible para montar la fiesta era avisar a los músicos (El Relojero, El Sándalo y Montoya el barbero). Se corría pronto la voz entre los que vivían alrededor y todos acudían al sitio convenido para pasar un rato agradable. Era costumbre poner en la puerta un candil (utensilio para alumbrar, dotado de un recipiente de aceite y torcida y una varilla con gancho para colgarlo) o un carburo (la lámpara de carburo consta de un depósito superior de agua, y mediante una válvula reguladora deja gotear el agua al depósito inferior donde se encuentra el carburo, produciéndose así gas acetileno, que por medio de un conducto se dirige al mechero o quemador, que se encuentra situado en el exterior, produciendo una llama intensa y muy brillante).
Se compraba una arroba (medida de líquidos que varía de peso según las provincias y los mismos líquidos) de vino Solera, con tapas sacadas de la matanza y se bailaba hasta la madrugada. Sólo bailaba el que contase con algún conocimiento de baile o tuviese novia. El que careciera de ella, tenía que esperar a que el novio le diese permiso. A veces, los músicos, acordándose de la fecha de la fiesta, y buscando vino y comida gratis, acudían sin que se les llamara.
Otra ocasión en la que se recurría a los músicos era para dar una serenata a la chica que se pretendía o a la novia. Para ello había que contratarlos y dirigirse al lugar donde viviera la muchacha.
Con estas fiestas la gente no venía al pueblo salvo esporádicamente al cine o, como hemos indicado antes, para la compra y canje de productos. Caso especial lo constituía la feria aunque, dado el escaso presupuesto disponible, se daban muchas vueltas y se gastaba poco: dos o tres pesetas. Allí compraban artículos que no se veían todos los días como el turrón y el coco o algún instrumento que les fuese útil como novedosas navajas o cuchillos.
Los medios de locomoción era variados aunque bicicletas había pocas, lo normal era utilizar las bestias (mulos, caballos...), carros o a pie. Todos se conocían por lo que no era extraño ver gente andando por los caminos hacia Lora o a otros chozos para encontrarse con sus amigos.
Como dijimos al principio, eran tiempos difíciles pero la carga se llevaba con esfuerzo, tesón, honestidad y alegría.
Manuela Castillo Soler
Publicado en Revista de Feria de Lora del Río
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